A Aurore Dupin, baronesa de Dudevant, no le dejaban ni administrar sus propiedades, ni vestir pantalones, ni montar a caballo a horcajadas, ni divorciarse, ni mucho menos publicar las historias que escribía. Daba igual su título nobiliario, de quién fuera hija o la calidad literaria de la que hiciera alarde. En la muy conservadora sociedad francesa de la primera mitad del siglo XIX solo importaba una cosa: era una mujer.
Mala situación, sobre todo para una persona que a todas luces demostraba ser un portento literario y que, lamentablemente, estaba casada con un hombre que dilapidaba su fortuna familiar, llegaba a casa borracho, la golpeaba y la violaba por las noches —costumbre que también tenía con las mujeres del servicio—.
En La joven George Sand, miniserie francesa de cuatro episodios que trae Filmin a España este martes 5 de agosto, asistimos a cinco años clave de la vida de la escritora Aurore Dupin, quien más tarde sería conocida por su seudónimo, George Sand (París, 1804 - Nohant, 1876). En ese lustro —de 1831 a 1835— huye de su marido rumbo a París, se enfrenta a las reservas de la élite literaria a aceptar a una mujer como su igual y, finalmente, logra la separación legal de su matrimonio, lo que la convierte, por fin, en un individuo libre.
La personalidad de Aurore Dupin siempre había destacado por su naturaleza rebelde. De casta le viene al galgo: era nieta de la aristócrata María Aurora de Sajonia, de la que heredaría sus dominios (incluido el palacio de Nohant). Una mujer laica reconocida por su ideología en sintonía con los trabajos de Voltaire que abogó por la participación del género femenino en la vida cultural y política.
Una mezcla explosiva para alguien como su marido, Casimir Dudevant, con el que Aurore se casó a los 18 años. Violento y dado a la bebida, en ningún momento toleró convivir con una esposa que insistía en dar muestra de actitudes que en la Francia de aquel entonces estaban mal vistas en las mujeres. ¿Qué era eso de enfrentar sus decisiones, de condenar sus hábitos o incluso de montar a caballo como un hombre? Pronto, la vida se convirtió en un infierno para Aurore, que se negaba, por mucho que la golpearan y abusaran de ella, a someterse a los designios de su marido.
Aurore conoce en aquella época al jovencísimo escritor Jules Sandeu en una de las cenas que organiza en su palacio cuando su marido no está presente. El lampiño autor es todo lo que no puede ser Casimir: rebelde, refinado, de una vitalidad ardiente que estalla en sus ojos cuando la mira. La conexión es inmediata y, al hacerse la situación con su marido insostenible, la escritora en ciernes huye a París con su amante.
En París, la vida de la baronesa es dura. Sandeu, que pasaría a la historia como un novelista de segunda línea —su primera obra firmada solo por él, Marianna (1839), es un retrato de George Sand—, muestra pronto sus carencias como individuo. Frecuenta tabernas y lupanares, sin encontrar en su vida disoluta tiempo para el trabajo. Nuestra protagonista, mientras, trata de hacerse un hueco en los muy herméticos círculos literarios donde sí que aceptan sin miramientos a su amante.
Finalmente, Aurore, encarnada en esta miniserie por Nine d'Urso, termina por su cuenta la novela que en un principio iba a escribir a cuatro manos con su amante: Rosa y blanca (1831). Sandeu, ni corto ni perezoso, presenta el manuscrito como suyo. ¿Por qué lo hace? El joven se lo deja claro a la baronesa: se venderá mejor firmado con un nombre masculino. "Por mucho que insistas —le espeta a la afrentada— jamás serás un hombre".
Aurore le toma la palabra y, la mañana siguiente a esa discusión, cuando su amante le pregunta a dónde se dirige, le contesta: "A convertirme en un hombre". La ley francesa de aquel entonces solo permitía a las mujeres vestir pantalones bajo circunstancias muy específicas, relacionadas en la mayoría de casos con la salud. Las autoridades emitían entonces lo que se conocía como un "permiso de travestismo". La escritora convence al funcionario encargado de su caso y, a partir de entonces, se le permite llevar las prendas de un varón.
Aún hace más. Acusa a su amante de apropiarse de su obra en la editorial que la iba a publicar. Para solucionar el entuerto, el editor reta a ambos escritores a escribir otra novela en un mes. Muy poco tiempo para Sandeu. De sobra para Aurore.
En esos 30 días la baronesa escribe Indiana, uno de sus textos más relevantes, cuyo retrato de la psique de la mujer y sus tribulaciones en un matrimonio infeliz fue ampliamente aplaudido por la crítica. Cuando le preguntan bajo qué nombre quiere firmar sus obras, ella rechaza la idea de usar el suyo. Opta, en cambio, por un seudónimo, George Sand, nombre masculino e inglés inspirado en el de su amante. La joven había burlado a la ley y a la literatura: ante ambas era ya un hombre. Por fin se le permitiría sentarse en la mesa de los mayores.
Comienza entonces el ascenso meteórico de la escritora. Se convierte en una auténtica superventas, vendiendo miles de ejemplares de cada una de las obras que publica. Frecuenta, además, las más altas esferas literarias. Se cartea asiduamente con Víctor Hugo; Honoré de Balzac y Alejandro Dumas aplauden sus textos y los críticos se rinden a las dotes de George Sand.
Todos menos uno. Prosper Mérimée, muy bien posicionado en estos círculos, es despiadado con los trabajos de Sand. Pero el motivo no es la calidad de los textos. Ambos autores tuvieron un breve romance marcado por la insatisfacción. En una de sus cartas a la actriz Marie Dorval —que se haría pública—, la escritora calificaba como "insatisfactorias" las relaciones sexuales con el autor de Carmen. Él no se lo perdonaría.
Los escarceos sexuales de Sand serían, de hecho, la comidilla de aquellos años. Frédéric Chopin, Alfred de Musset e incluso la propia Dorval forman parte de su abultada nómina de amantes. La sociedad francesa no tolera que una mujer pueda tener una vida sexual libre y equivalente a la que un hombre podría tener. Una mujer que, para más inri, todavía está casada y no atiende a sus deberes conyugales y maternales.
Sand había sopesado y consultado la posibilidad de divorciarse de forma legal en varias ocasiones. En cada caso se había encontrado con la misma respuesta: debía volver a casa y ser una buena esposa cristiana. Pero la baronesa no cejó en su empeño. Finalmente consiguió llevar a juicio a su marido y logró la separación y la custodia completa de sus dos hijos en 1835.
Sand jamás se contentó con lo que la realidad de su entorno tenía planeado para ella. Con una inteligencia viva y hambrienta fue constante en sus convicciones e hizo oídos sordos ante todo lo que la impelía a conformarse con su papel. Todo un hito en aquella época en la que ser mujer consistía en nadar en la insignificancia.
