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En su nueva sátira, Kontinental '25, el director y guionista rumano Radu Jude (Bucarest, 1977) realiza un guiño tanto en el título como en la trama y la desazón de su protagonista al melodrama de Roberto Rossellini Europa '51 (1952).

Pero si en el clásico del neorrealismo el personaje interpretado por Ingrid Bergman se volcaba en los más necesitados para contrarrestar la culpa por el suicidio de su hijo, en esta tragicomedia, su protagonista, una alguacila en Transilvania, busca redención y absolución en conversaciones con propios y extraños tras la muerte autoinfligida de un sintecho amenazado por un desahucio que ella misma se disponía a ejecutar.

Oso de Plata al mejor guion en la última Berlinale, la película se erige en ácida parábola sobre la decadencia moral, el nacionalismo, la gentrificación y la crisis inmobiliaria en Europa, con una propuesta a lo gonzo grabada en tan solo 10 días con un iPhone.

Pregunta.Tengo entendido que el germen de esta película está en un suceso que leyó en las noticias hace unos 15 años. ¿Por qué lo ha revivido ahora?

Respuesta. Fue un caso que me impresionó. En la noticia aparecía una mujer de la oficina de desahucios llorando por el suicidio de alguien a quien había desalojado, y me pareció interesante ver a alguien sentirse culpable tan claramente por algo de lo que, según la ley, no era culpable.

»Hasta ahora no había encontrado la manera de abordarlo o de encontrarle forma, pero en los últimos años, empecé a tener aquel suceso más presente por el desarrollo económico de Rumanía. Nuestro PIB es 10 veces superior al de los años noventa, como también los salarios, pero al mismo tiempo las desigualdades son mayores y lo que antes era público en un sentido amplio, como el transporte, el sistema de salud, la cultura o la educación, no está mejorando. Al contrario, está cada vez más infradotado.

»Al mismo tiempo estamos viviendo esta locura inmobiliaria, este desarrollo salvaje donde grandes empresas o firmas de tipo mafioso no respetan la ley, simplemente acaparan terrenos -incluso parques, como pasó en Bucarest-, donde construyen sin respetar las normas. En todo esto hay grandes políticos involucrados, lo cual lo convierte en un problema realmente serio, imposible de resolver de forma, digamos, estructural. Entonces, de repente, sentí que este era el momento para inscribir esta historia de una crisis moral dentro de una situación económica.

P. ¿Cuánto le debe esta película a Rossellini y cuánto a las veces que le ha repetido a su alumnado que usen sus teléfonos para rodar cortos?

R. De Rossellini, que es un ídolo para mí, tomé dos cosas: una es la historia de la culpa, porque imaginé que, como ocurre con Ingrid Bergman, que intenta ayudar, mi protagonista daría dos euros de vez en cuando a alguna causa. Es más modesta. La otra cosa, y espero que no se malinterprete, es que Rossellini odiaba el cine, lo cual a la vez es una manera de amarlo.

»Si lees algunos libros sobre cómo montaba, lo hacía en la moviola a doble velocidad: nunca veía sus películas a velocidad normal, solo en el estreno. Decía que odiaba tanto el cine que no le importaba, que lo pasaba rápido y cortaba. Parte de este realismo y descuido rosselliniano vienen de ese odio. Y yo también odio el cine en cierto modo, especialmente cuando estoy en un jurado en un festival. Sufrimos mucho. Cuando aparecen los créditos, sientes ganas de vomitar.

»De modo que tuve la necesidad de hacer un cine contra el cine. Resultó liberador. Por eso dije: nada de solicitudes de financiación durante dos años, nada de cámaras sofisticadas, solo un iPhone 15, sin luces, sin técnicos, algo muy simple. A la segunda parte de su pregunta he de decirle que me sentía un poco mal, porque siempre les he dicho a mis estudiantes y a jóvenes cineastas que dejen de quejarse de que no tienen dinero ni equipos. Uno me dijo: “Eres un farsante, porque tú dices eso pero no haces películas con un iPhone”. Así que la hice.

P. Hay muchas personas que no saben dónde colocar la culpa o definir su relación con ella. ¿Qué le interesaba a usted de explorarla en la figura de una protagonista intachable?

R. Le pasé el guion a un amigo director, y cuando lo leyó me dijo: “El personaje es demasiado perfecto, no me gusta”. No es incompetente, no es mala ni agresiva, sino agradable, competente, educada. Es una mujer que ama la vida, con una familia de la que se ocupa. Tenía que ser perfecta, porque precisamente por esas cualidades, forma parte del desastre.

»Pero el problema con la culpa es que es un sentimiento que los psicólogos dirán que es importante para el desarrollo y para convivir -de lo contrario nos mataríamos unos a otros al instante-, aunque también puede ser inútil. En este caso es posterior a lo que ha ocurrido, así que no sirve para nada, si acaso es una salida fácil.

»Concebí la película sobre alguien moral, pero cuya moralidad aplicada es una perspectiva equivocada para una situación que debería abordarse política, económica o históricamente, no necesariamente de manera ética.

Eszter Tompa en 'Kontinental' 25'

P. Esta película es narrativa y lineal, a diferencia de la experimentación de sus anteriores títulos: el collage documental de anuncios postsoviéticos Eight Postcards From Utopia y Sleep #2, realizada con metraje encontrado a partir de visitas a la tumba de Andy Warhol. ¿Por qué decidió volver a la convención?

R. Me gusta hacer todo tipo de cosas. No tengo un estilo, y eso antes me generaba mucha… culpa (risas). Pero al final no me importa. Quiero explorar todo en el cine. Acabo de rodar también una película sobre Drácula. Así que no tengo expectativas sobre qué hacer después. Intento responder a mis deseos, no a preguntas como: “¿Estoy avanzando? ¿Estoy retrocediendo?”.

»Por otro lado, es cierto que, cada vez me interesan más los primitivos: en pintura, por ejemplo, estuve en la Gemäldegalerie de Berlín y los que más me gustaron fueron los más antiguos, los religiosos. Y en cine, me sucede igual. Será la edad. Kontinental ‘25 es como una película de los Lumière si hubieran tenido sonido, por eso la rodé con la nueva cámara del “cine para todos”, el iPhone.

P. ¿Puede desarrollar esa relación de su película con el cine de los hermanos Lumière?

R. Lucian Pintilie, el mayor cineasta rumano que ha existido, decía que la puesta en escena es lo que está más allá de las palabras. Es lo que el director añade. Aquí, en cierto sentido, no hay puesta en escena. Es muy simple, está muy limitada, como también sucede en La salida de la fábrica (1895), Partida de cartas (1895) y El regador regado (1895), con planos fijos, gente actuando, donde el único decorado es el mundo. Luego se convierte en una película de montaje por los planos de los edificios.

»En Kontinental ‘25 tienes palabras y edificios, y eso es todo. Quizá es poco, quizá es volver demasiado atrás, quizá no es original, pero quería que la película fuera así.

P. Su cine está muy ligado a la idiosincrasia y la historia de Rumanía. ¿Le sorprende la aceptación internacional de sus películas? En Valencia, por ejemplo, este año se le reconoció en Cinema Jove con un galardón a su carrera y la influencia en los jóvenes cineastas.

R. Intento no pensar en la recepción. Si gustan, estoy encantado. Si se critican, también. Si se ignoran, todavía estoy más contento. Creo firmemente que una de las grandes cosas del cine es justamente aquello que se rechaza hoy en el audiovisual europeo: la localización. Me avergüenza ver películas polacas, húngaras, holandesas que parecen iguales.

»Me gusta que cuando ves una película japonesa de Ozu se sienta Japón; una alemana de Fassbinder se sienta alemana; que una de la nouvelle vague se sienta francesa. ¿Cuál es el sentido de hacer una película rumana que no se sienta rumana? Creo que solo lo local puede tocar lo universal. Y necesitas el contexto.

»Cuando hice No esperes demasiado del fin del mundo, pensé que no interesaría a nadie porque transcurre en un capitalismo periférico muy diferente del alemán o el holandés. Y de repente, la gente me decía: “Entendemos mejor nuestra situación al verla desde lejos, con otros detalles”. Necesitas contraste.

Una imagen de la película

P. Cuando rodó No me importa que pasemos a la historia como unos bárbaros (2018), sobre la participación de Rumanía en el asesinato masivo de judíos en Odesa, un crítico estadounidense escribió que era una película excelente, pero “rumana y sobre una historia olvidada en un lugar lejano”.

R. Entiendo lo que quiso decir. Imagina cualquiera de mis películas o cualquier europea reemplazando a los actores por Brad Pitt o DiCaprio: claro que sería un éxito. Pero con cine rumano, polaco, búlgaro, eso nunca pasará. No tengo ningún problema con ello.

P. ¿Hay reacción en Rumanía a sus películas, cuando gana un premio, es un gran acontecimiento?

R. Sí, claro, con consecuencias buenas y malas. La gente presta mucha atención y dice: “¿Cómo es posible que se represente así Rumanía?”. Pero esto viene de que Rumanía es un país joven, entre Oriente y Occidente, siempre a punto de desaparecer. Esa fragilidad histórica está ahí. La gente teme que si mostramos defectos, el mundo verá nuestras partes malas. No lo comparto, pero lo entiendo. Las sociedades necesitan crítica para existir, pero mis compatriotas temen que si interpretas la historia de otra manera, estás diciendo que Rumanía debería desaparecer. Un estadounidense nunca pensaría así.

P. Déjeme señalarle una ironía: ha rodado una película sobre la crisis de la vivienda y al mismo tiempo otra sobre Drácula, una historia sobre la propiedad, el capital y la migración. ¿Ve una conexión?

R. Mi Drácula no tiene nada que ver con esas lecturas serias. Esa lectura ya se ha hecho mil veces. No quería repetir. Así que quise ir al origen de las historias, del acto de narrar. A mí no me interesa nada el mito del vampiro, me parece ridículo. Esa es mi Méliès y esta es mi Lumière. Las hice juntas. Y al acabar las dos me sentí equilibrado.

P. ¿Por qué eligió una protagonista húngara para una película ambientada en Transilvania, una región con una complicada historia compartida entre ambos países?

R. El personaje no iba a ser húngaro, pero Eszter Tompa, que es una gran actriz, hizo una prueba para Drácula y decidí darle también el papel de protagonista en Kontinental ‘25. Y entonces se abrió otra dimensión: la historia no solo trata de propiedad privada, sino de un territorio, Transilvania, con una historia conflictiva de propiedad e identidades.

»Después de 1918, tras la revolución, hubo choques entre rumanos y húngaros. En la sociedad de mi país se vivió con mucho miedo que Hungría quisiera recuperar Transilvania. La entrada en la Unión Europea alivió eso, pero con Orbán ha vuelto el temor. Mostré la película a un amigo húngaro y me dijo: “Esta discusión está totalmente desfasada, es muy años noventa”. Semanas después, en las elecciones abortadas, un candidato ultranacionalista casi gana. Así que lo que parecía del pasado volvió con fuerza. Trump hablando de quedarse con Gaza, con Groenlandia… cosas que parecían imposibles. Así que sí, es un problema real y latente. No digo que todos los rumanos sean así, ni todos los húngaros. Pero estos personajes sí lo son.

P. ¿Diría que sus películas responden a sus propias ansiedades sobre la actualidad geopolítica?

R. Sí, creo que sí. Aunque no soy tan consciente de ello. Pero el cine puede capturar un poco el estado de ánimo, y cuando está bien hecho es un documento histórico. Rumanía hoy es interesante por su posición periférica, entre Este y Oeste. Después de la brutal dictadura comunista vino una transición caótica y luego un capitalismo neoliberal sin freno. Esa mezcla generó, junto a condiciones políticas y sociales, una cultura que crea situaciones perfectas para contar historias.

»Cada día sucede algo que da pie a convertirse una película, algo inimaginable en otro lugar. Así que siento, como Balzac cuando escribió La comedia humana, que quiero ser el historiador de la sociedad rumana de hoy. Con medios modestos, pero con esa ambición.