Publicada

Los domingos, último trabajo de una Alauda Ruiz de Azúa en estado de gracia, arranca con el Quédate de Quevedo ("el sábado teteo, el domingo a misa") superponiéndose sobre un crucifijo clavado en una pared blanca.

Esa tensión entre lo lúdico y lo religioso atraviesa a Ainara (Blanca Soroa), una joven de 17 años atrapada por el fulgor de la fe que decide iniciar el proceso para tomar los votos. Ainara quiere ser monja e ingresar en una orden, lo que supondrá la disolución de un muy particular ecosistema familiar.

Su decisión no surge de la nada. Es importante aquí examinar los apriorismos de un guion endiablado que coloca a la joven en un lugar muy concreto. Ainara es la mayor de tres hermanas. Son huérfanas de madre, una ausencia que algunos personajes utilizarán como coartada psicologista para cuestionar su vocación; pretexto que ella nunca esgrimirá para justificarse (y ese es un dato no poco relevante).

Su padre, Iñaki (Miguel Garcés), regenta un restaurante que acaba de reformar merced a un cuantioso crédito al que ahora debe hacer frente. Además, lleva tiempo saliendo con Estíbaliz, tanto como para invitarla a la comunión de su hija mediana o para que ocupe un asiento en la comida familiar que todos celebran cada domingo.

En esa mesa está también Lili (Mabel Rivera), una abuela comprensiva, matriarca de un clan vasco inequívocamente conservador cuyos miembros se instruyeron en instituciones religiosas sin importar la generación; un posicionamiento ideológico y una extracción social, la clase media, que refrendan desde la apagada fotografía de Bet Rourich hasta la relación que mantienen con el euskera, pasando por el diseño de producción o las opciones de vestuario (esa casa materna, esos trajes del padre).





En esa mesa se sienta, también, Maite (Patricia López Arnaiz), la tía de las niñas, hermana de Iñaki. Una mujer con un temperamento fuerte, tozuda e insobornable, a quien la educación católica convirtió en atea. Maite está casada con Juan (Juan Minujín), argentino radicado en España que aspira a sacarse una oposición de profesor, y ambos han traído a este mundo a su hijo Eneko.

Esos condicionantes de partida –el entorno conservador, la ausencia materna, la debilidad económica– ayudan a entender el camino que Ainara decide tomar (no surge por generación espontánea), determinación que irá agrietando paulatinamente el núcleo familiar, provocando un enfrentamiento entre Maite, que no desea que su sobrina ingrese en un convento sin estudiar una carrera y conocer el mundo, e Iñaki, cuyo interesado respeto por los deseos de su hija esconde el perturbador propósito de ajustar unos libros de cuentas con demasiadas entradas en la columna del debe (una boca menos que alimentar).

Ruiz de Azua plantea todas estas cuestiones sin juzgar, jamás, a sus personajes. "Cuando no sé algo, lo pregunto", oímos decir a una monja anciana cuando Ainara se interna en el convento para iniciar un periodo de formación. Y eso, más que otra cosa, es Los domingos, una película mayéutica que nos alancea con interrogantes que no admiten respuestas sencillas y que colocan a la audiencia en un brete con respecto a sus propias creencias, sean estas las que sean –algo que ya sucedía con la última Concha de Oro, Tardes de soledad (Albert Serra, 2024).

¿Hasta qué punto estamos dispuestos a respetar la voluntad del otro sin imponer la nuestra? ¿Qué sucede cuando reclamamos libertad para decidir pero alguien querido asume una postura que atenta contra nuestras convicciones?

En la lucha por la emancipación de las mujeres, ¿dónde nos colocamos – y dónde se colocan ellas mismas – cuando una opta por renunciar voluntariamente al mundo y abrazar los valores ultracatólicos? ¿Hasta dónde alcanza nuestra tolerancia? ¿Cuántas vergüenzas y rencores somos capaces de barrer bajo la alfombra para mantener unida a la familia? Estos son solo algunos de los muchos jardines en los que la directora vasca decide meter los dos pies asumiendo unos riesgos que solo pueden ser calificados de temerarios.



La película es de una complejidad que roza la perversión, lo mismo cuando apunta que el contexto y las circunstancias condicionan directamente la toma de decisiones (¿de verdad podemos decidir libremente?) como a la hora de evaluar la manera de conducirse de (todas) esas mujeres que continuamente corrigen o impugnan las conductas masculinas. Desde la hermana Isabel (Nagore Aramburu) frenando a Iñaki cuando este inicia un intento de mansplanning, siguiendo por la abuela que llama 'bruto' a su hijo y terminando con una Maite que le reprocha a su pareja su exasperante pasividad.

En Los domingos ellas deciden hasta las últimas consecuencias, aunque se equivoquen, aunque renuncien a gran parte de su libertad, aunque sus convicciones terminen por arrasar sus vidas. Alauda Ruiz de Azúa pisa todos los charcos y sale airosa de un envite mayúsculo que deja al espectador como a Cristo en la cruz: en paños menores y con apenas un clavo al que agarrarse.

Ese clavo, claro está, son las imágenes.

Uno: como en Querer (Alauda Ruíz de Azúa, Eduard Sola, Júlia de Paz, 2024), aunque por motivos distintos, la casa familiar está filmada como un laberinto de pasillos estrechos por los que Ainara se mueve como si estuviese en las galerías de una cárcel.

Dos: la sucesión de saltos de eje que desarbola la secuencia en la que Ainara le confiesa a su tía Maite, madre interpuesta, su temprana vocación, mientras Juan trata de bañar a Eneko; saltos visuales, introducidos por las interrupciones del padre que busca infructuosamente el champú para los piojos, que denotan el inicio de un quiebre familiar desde ese momento ya imparable. Se rompen la familia y la planificación.

Tres: el primerísimo primer plano de Ainara cuando su padre accede a que pase unos días con las monjas toda vez que sabe que su estancia no le costará ni un euro. Ese cambio de escala abre una puerta de entrada para la hija al tiempo que revela la debilidad paterna.

Cuatro: la ascendencia de la hermana Isabel sobre Ainara, la primera sentada en las escaleras del convento en una posición superior mientras alecciona a su pupila, siempre desde la serenidad.

La película no esconde esos mecanismos de captación, que se dan además en un entorno favorable (colegio católico, coro, ejercicios espirituales), pero los muestra siempre de manera sutil, sin cargar las tintas (véase la charla entre Ainara y el padre Txema a propósito de la relación de ésta con el chico que le gusta): si esas estrategias envolventes no son evidentes para quien es objeto de ellas, ¿por qué deberían serlo para el espectador?

Dejo para el final el momento decisivo del filme, precedido por la estadía de Ainara en el convento, pasaje extenso en el que la cámara jamás abandonará las estancias del noviciado en lo que más parece una aproximación antropológica a tan particular entorno, preocupándose por captar con sucintos paneos las rutinas de las internas y ahondado en su aislamiento exterior hasta el punto de que la película se aparta de su condición coral.

La ruptura de la que hablábamos viene provocada por un giro de guion que no revelaremos pero que conecta Los domingos con una película a priori muy alejada de ella como es Sirat (Oliver Laxe, 2025). Ambas exigen a sus protagonistas un salto de fe, ponen a prueba sus creencias y transfieren esa vacilación a un público que se ve obligado a comulgar con ese deus ex machina o repudiar esa solución de guion, requiebro inmotivado que no llega para facilitar un desenlace plácido sino, por el contrario, para meter a todo el mundo, espectadores incluidos, en más problemas.

Lo importante aquí es, sin embargo, observar cómo Ruiz de Azúa filma a Maite en el instante en el que percibe que su sobrina ha tomado una decisión irreversible. La directora coloca al personaje encarnado por una imponente Patricia López Arnaiz a la derecha del encuadre. Una masa de aire ocupa la otra mitad del plano. Ese vacío rotundo y demoledor ahoga a alguien que va camino de perderlo todo, que no sabemos si será capaz de volver a llenar ese espacio.

Por cierto, nótese que Los domingos no convalida la fe de Ainara. Es decir, en tanto regalo de Dios, la fe es algo que se tiene o no se tiene, pero las imágenes nunca confirman que esa lotería venga con premio ni que la joven escuche la llamada del Altísimo. Aquí todo es personal e intransferible, cada cual tiene sus razones para obrar como lo hace y todas son perfectamente comprensibles; otra cosa muy distinta es compartirlas.

Podríamos extendernos sobre una película que aspira a levantar un debate encendido –no faltarán quienes la tachen de reaccionaria– o seguir adentrándonos en sus imágenes –el montaje paralelo final, el último encuentro Ainara-Maite, una con esa indumentaria austera, la otra con su jersey rojo– o hablar de su tono prodigioso.

El humor (¡qué importancia tiene en esta película!) y la gravedad se abrazan como si la Virgen María hubiese bailado al son de Bad Bunny (también suena Callaíta), pero quizá convenga regresar a ella y analizarla con mayor detalle antes de alargar este sermón más de lo conveniente. En cualquier caso, no se la pierdan.

El cometa Jolie

El tirón mediático de Angelina Jolie y el premio especial del jurado que Alice Winocour logró en Donostia con Próxima (2019) justificaban la presencia programática de Couture (2025) en la presente edición. No obstante, la prestaciones del último filme de la directora gala están lejos de sus anteriores trabajos. Sobre la tabla de corte del mundo de la moda se entretejen las historias de cuatro mujeres.

La primera es la de una directora de cine de serie b, la propia Jolie, que ha sido contratada para gravar el clip introductorio de un desfile antes de iniciar el rodaje de la que será su primera película de gran presupuesto. Separada, lejos de casa, y siempre pendiente de su hija, mientras trata de completar la filmación recibirá la noticia de que tiene cáncer de mama, circunstancia que hermana a la propia Jolie, portadora del gen BRCA1 que derivó en una doble mastectomía y la extirpación de los ovarios, con su personaje.

La segunda de las historias concierne a Ada (Aniyer Anei), una joven somalí descubierta por algún cazatalentos que abrirá el pase en su primer contacto con un mundo de la moda en el que la frivolidad, el champán, el dinero fácil, la competencia feroz y cierto aroma fraternal se mezclan en una sonrojante colección de clichés.

La tercera invitada a la función es la modista que le hará el traje a Ada, interpretada por Garance Marillier, una joven profesional que cose como si los convenios laborales pudiesen sustituirse por la sensación del trabajo bien hecho.

Terminemos con el personaje que encarna Elle Rumpf, una maquilladora con aspiraciones literarias traducidas por una voz en off empleada como coartada arty que estalla en un final en el que la pretenciosidad y la falta de un asesor meteorológico en la producción (si lo ven lo entenderán) terminan en catástrofe.

Además, Couture se esfuerza por acumular temas importantes. Quiere ser un canto al carpe diem, plantear un enfoque vitalista frente a los procesos cancerígenos, fomentar la sororidad y aportar una mirada inédita, la de una exiliada somalí de familia pobre, sobre el mundo de la alta costura, lo que concluye en una película apedazada que parece cosida por el Cantinflas de Caballero a la medida (Miguel M. Delgado, 1954). Su recuerdo perdura bastante menos que el arrollador paso de Angelina Jolie por el festival.