Puede que algún día, un día que deseamos lejano, a algún estudioso le dé por bucear en la obra de Alberto Rodríguez y del equipo creativo que le acompaña, con el guionista Rafael Cobos a la cabeza (esperemos que eso se produzca, si es que se produce en este país ingrato, dentro de cinco o siete películas más, al menos).
Si eso sucede, y el análisis es, de verdad, profundo – mucho más profundo de lo que permiten las premuras a las que obligan los festivales de cine– se encontrarán con una filmografía intransferible -afirmar que es inédita quizá sería demasiado atrevido; lo mismo no tanto si uno se remonta solo a un par de décadas atrás– en la que la reformulación del cine de género -uno que va de la crónica social (7 vírgenes) al drama carcelario (Modelo 77) pasando por los intrincados relatos de espionaje (El hombre de las mil caras)- nunca renuncia a la autoría y, lo más importante y sin excepción, es político hasta la médula.
Los tigres, presentada a competición en el Festival de San Sebastian, es un film noir de triple destilación en el que los arquetipos extraídos de las novelas menos evidentes –pensemos en ¿Acaso no matan a los caballos? de Horace McCoy- y de las películas que, sin desvincularse del género, se apartan inteligentemente de los clichés más manidos, siguen demostrando su vigencia.
Hablamos de una obra en la que solo hay un disparo y en la que la sugerencia, vestida con la elegancia del fuera de campo, oculta una enmienda a la totalidad de un sistema inviable, caníbal, mortal.
La historia de Antonio (Antonio de la Torre) y Estrella (Bárbara Lennie), dos hermanos que heredan el oficio de buzo del padre –él bucea, ella lo asiste- y trabajan subcontratados para una compañía petrolífera, está tan próxima en espíritu a El imperio del terror (Phil Karlson, 1955) o a Contrabando (Don Siegel, 1958) como al cine de los Dardenne.
Su virtud –como la del mejor cine de género– es que la narración sea igualmente disfrutable independientemente de si uno accede a lecturas más profundas o no. La cuestión es que estar, están.
Más allá de que Antonio sea un padre pésimo que despilfarra su sueldo bebiendo y jugando, desatienda a sus hijas y se gane, con justicia, las reprimendas de su ex mujer; o de que Estrella lo cuide excediendo con creces cualquier tipo de responsabilidad genealógica, renunciando a un futuro brillante como bióloga marina que pasa por una emancipación eternamente aplazada, hoy porque hace falta el dinero, mañana porque Antonio sufre una afección coronaria que le impedirá seguir trabajando.
Dejando a un lado todo eso y las componendas a las que ambos acceden con tal de garantizarse un futuro, componendas que pasan por proveerse y distribuir una miaja de la cocaína que se esconde en el casco de un petrolero; al margen de todos esos apuntes argumentales o, mejor dicho, pegadas a ellos como la herrumbre al ancla de un barco varado, restalla el poder de unas imágenes hundidas bajo la (falsamente) transparente lámina de lo más o menos consabido (esto es, del género).
Expliquémonos. La mano vendada de Estrella, que acaba de recibir un disparo de los narcotraficantes (a los que nunca vemos) con los que pretendían establecer un negocio, cubre la de su hermano Antonio en una caricia paliativa que reposa sobre el salpicadero de la furgoneta que comparten. Pese a las dificultades, las renuncias y los inacabables agravios, ella es su sostén.
Alberto Rodríguez, Antonio de la Torre y Bárbara Lennie durante el rodaja de 'Los Tigres'
Por corte directo pasamos a una chimenea petrolífera, sustento de las vidas de los hermanos, de sus familias, de toda la comunidad que, con mirada impresionista, Alberto Rodríguez describe con límpida precisión –es esta una película directa y sintética y, a su vez, espectacular en el mejor sentido de la palabra (todo cuanto acontece bajo el agua es abracadabrante).
Esa asociación por montaje, y el hecho de que nunca veamos a los supuestos antagonistas –lo que seguramente hubiese constituido el grueso de la trama de cualquier otra película– apunta al desequilibrio de un ordenamiento social en el que la lógica del turbocapitalismo se ha naturalizado hasta tal punto que, independientemente de las fallas individuales –y el personaje de De la Torre da para una enciclopedia–, dictamina el destino de una sociedad.
Aquí, Los tigres se hermana tanto con Rosetta (Luc & Jean-Pierre Dardenne, 1999) como con The Wire (David Simon, 2002-2008). ¿Palabras mayores? El tiempo lo dirá.
Lo nuevo del tándem Alberto Rodríguez-Rafael Cobos exige una reflexión mucho más profunda de lo que esta crónica permite –la hermana sorda a la que nadie escucha y termina haciéndose oír; la rima con el reloj del padre; el tratamiento del punto de vista; las extracciones humorísticas que drenan de gravedad el delicado contexto económico compartido–, algo que, quizá algún día, un día que deseamos lejano, a algún estudioso le dé por analizar.
Toda la sutileza que bajo el manto del género acumula la película de Alberto Rodríguez no la encontrarán en la inocua 27 noches, una de las dos obras que el actor y cineasta uruguayo Daniel Hendler presenta en Zinemaldia (Un cabo suelto compite en la sección Horizontes Latinos).
27 noches, filme inaugural de esta 73.ª edición producido para Netflix, no se alista en la nómina de títulos que indignaron a buena parte del público y, sobre todo, a la crítica en años anteriores (Submerge, Emmanuelle), pero tampoco supone un arranque memorable o al menos digno de recordar como sí sucedió hace bien poco con El chico y la garza (Hayao Miyazaki, 2023).
'27 noches'
La historia de Martha Hoffman (Marilú Marini), una octogenaria adinerada internada por sus hijas en un psiquiátrico, y Leandro Casares (Daniel Hendler), el perito mediador que debe dirimir si, efectivamente, la mujer sufre de demencia frontotemporal o todo es una argucia de su progenie para controlar el capital familiar, deviene en una comedia desmayada que casa con la idiosincrasia de su estupendo dúo protagónico.
Él es un tipo “imparcial, apolítico y asexual”, ella una abuela que le haría los coros a Lali Espósito (miembro del jurado) mientras se bebe un tanganazo de whisky e invita a una ronda a todos sus amigos militantes de distintas tribus ‘arty’.
Resulta paradójico que, mientras que la interacción entre ambos propone una relajación muscular y psicológica del miembro agarrotado de esta extraña pareja, la película apueste justo por lo contrario, por una rigidez formal que contraviene su discurso.
La música de Pedro Osuna acompañó a los espectadores hasta los baños del Kursaal con tal de que no olvidasen emocionarse cuando correspondía; la mecánica estructura de su guion –que va del presente al internamiento de Martha sin que eso tenga una justificación dramática- se torna monótona y por más que el tono funcione, uno echa en falta esa ruptura formal que el personaje del perito sí experimenta.
No sorprende que una película tan amable como 27 noches inaugure un festival como el de San Sebastián –uno agradece las entradas suaves- pero sí que se incluya en el apartado competitivo cuando Modelo 77 (Alberto Rodríguez, 2022), otra película de género y cuya lectura política era aún más evidente que la de Los tigres, ocupó idéntico lugar hace tres años pero no pudo optar a los premios. Misterios.
