Una década después de la venganza trágica de Comanchería de David Mackenzie y tras apenas meses del complot torpe de The Mastermind de Kelly Reichardt, Gus Van Sant añade otra fantástica narrativa al subgénero del caper de pueblo, thrillers donde el criminal siempre saludaba, los planes nunca son perfectos, y héroes y villanos se cruzan yendo a por café.
En Dead Man’s Wire, Austin Kolodney adapta el inverosímil caso real de Tony Kiritsis, quien una mañana helada de 1977 se presentó en la oficina de su banco en Indianápolis, tomó por rehén a un corredor inmobiliario e hijo de un magnate de las hipotecas y, para evitar que escapara, lo enganchó con un alambre a una escopeta recortada (la llaman dead man’s wire).
Gus Van Sant ha hecho carrera retratando cómo la marginalidad cava su propia tumba, y Kiritsis escarba hondo, muy hondo. Sin embargo, al contrario de la amoralidad seca de Elephant, el antihéroe tiene un propósito comprensible. Dice: "Quiero venganza, tan simple como eso".
Vengarse, es decir, que el banco le devuelva el dinero de una fianza y que el ejecutivo padre (Al Pacino, aunque esto no sea Tarde de perros) le pida una disculpa. "Tan simple como eso"… Bill Skarsgård interpreta a este criminal de escala risible cual niño inseguro en pleno subidón de azúcar, y Van Sant lo abraza con una ironía no exenta de cariño.
Su Kiristis anda incómodamente encorvado con tal de sostener el rifle, va pidiendo perdón a cada minuto y ha visto demasiadas películas: "¡No soy malo, solo un hijo de puta cruel!", exclama tarantiniano. El rehén, con los rasgos aniñados de Dacre Montgomery (Billy en Stranger Things), pronto aprenderá que el peligro no viene de la otra punta del cañón al que está sujeto.
Mientras se agotan las horas sin que nadie haga gran cosa, nos entretienen las dimensiones cada vez más absurdas de toda la movilización. Eso sí, sin que la crónica al minuto renuncie a una sola gota de la adrenalina que el cuadro invoca.
Tensa —que no divierte— un tipo enrabiado, gatillo en mano y bajo la estridente banda sonora de Danny Elfman. Por otra parte, la espera sirve de excusa perfecta para el diálogo de tú a tú entre secuestrador y víctima, rico y pobre; vecinos, que en otras circunstancias podrían ser colegas. El filme no teme al silencio, con alguna confesión que llega a cotas de emoción verdadera.
Hilvana el milhojas la voz del ficticio Fred Temple, "el dj número uno de Indianápolis" y mediador improvisado del conflicto, al que interpreta un Colman Domingo acentuando la entonación acaramelada del Señor Love Daddy (Samuel L. Jackson) en Haz lo que debas. También la de Spike Lee era un thriller comunitario de Martes Laborable en un Pueblo Cualquiera. Una jornada que quedará grabada en la historia oral de un sitio, incrustada en el imaginario popular por mucho que se la olvide entre el barullo mediático sensacionalista y los anuncios de comida rápida de la siguiente pausa para la publicidad.
Bigelow, unión ante la crisis
Una casa llena de dinamita es, ante todo, una fábula optimista sobre la esperanza. Sí, puede disfrazarse bajo las pieles alarmadas de un ataque nuclear a tiempo real, y acelerará sin duda las pulsaciones de quienes la vean. Pero este flamante procedural sirve de contestación sin margen para la duda a un interrogante que sobrevolaba sus dos películas anteriores acerca del presente de los Estados Unidos, En tierra hostil (2008) y La noche más oscura (2012).
Hoy Kathryn Bigelow lanza una bomba atómica al corazón de la nación americana para que, todos juntos, podamos responder a ella. "Todos juntos" en un sentido figurado, pero también literal: en las oficinas del Pentágono hay paridad y pieles de todos los colores.
La primera decisión del guionista Noah Oppenheim, veterano periodista geopolítico y responsable del guion de Jackie de Larraín y la trilogía de El corredor del laberinto, pasa por dividir el punto de vista del relato entre dos voces del cuerpo de seguridad y el presidente, montando un Rashomon sobre los 19 minutos, prácticamente a tiempo real, que transcurren desde la primera advertencia de misil.
Del cero al cien y hasta tres veces: Rebecca Ferguson, Jared Harris e Idris Elba protagonizan —si esa es la palabra para tres segmentos muy corales— un viaje fascinado por completo por entre los procedimientos y engranajes (los códigos de autenticación personal, las complejas relaciones internacionales) que se ponen en movimiento dentro de las innumerables salas de control detrás del botón rojo.
"¡No es una locura, es la realidad!", exclama el presidente Elba, acreditando la verdad de esta sci-fi especulativa… Un entramado semidocumental de voces expertas, en ocasiones extremadamente crítico con la racionalización de los criterios militares (hay un Protocolo Negro del Desastre Nuclear que merece un debate mayor). No obstante, como En tierra hostil, Una casa llena de dinamita muestra menos espíritu divulgativo que hambre de adrenalina. Y así, las dos horas de película vuelan.
Vuelvan, o vibran. Kathryn Bigelow no ha perdido un ápice del pulso nervioso con el que renovó las posibilidades de la acción militar, pero es el montaje de Kirk Baxter el gran orquestador del relato. Cómo ha dibujado Baxter (Golpe a Wall Street) una línea de acción reconocible y apremiante, dispersa entre bases subterráneas repletas de gente en uniforme y pantallas de ordenador, en una partida de ajedrez tridimensional de 19 minutos a base de puro traqueteo de cámara; eso, eso es mano experta, narración humanista y matemática pura.
