"Me siento muy agradecido de haber tenido que esperar veinte, treinta años, antes de poder hacer Frankenstein", ha dicho Guillermo del Toro sobre la película que descubrió por primera vez a los siete años. "Hemos tenido que crear un mundo entero", una ópera que sintetizara "todo lo que he hecho hasta ahora, desde La invención de Cronos. Todo lo que sé sobre la dirección, todos los técnicos [que he reclutado], todo lo que he aprendido han servido para crear esta película".
Así ha presentado el director la película "más personal" de su carrera: "Frankenstein es mi religión. Yo me crié en el catolicismo, pero nunca creí demasiado en la santidad. Cuando vi a Boris Karloff, supe lo que era un santo".
Son tres décadas desde que se planteó adaptarla por primera vez. De hecho, la Universal ya incluyó la película en su contrato de 2007, junto a un remake de Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Del Toro, admirador de la Frankenstein de Mary Shelley escrita por Frank Darabont y dirigida por Kenneth Branagh (1994), veía su versión del mito como "una tragedia miltoniana", "un drama sobre la vacuidad" heredero de los filmes de Christopher Lee con la Hammer y del monstruo de James Whale.
El cineasta mexicano era, por lo tanto, un admirador antes que un versionador, aunque admite que "adaptar es como casarse con una viuda, ¿no? Hay que respetar la memoria del difunto, pero los sábados hay que tener marcha. Así que tienes que coger el libro y hacértelo tuyo. Si no, ¿para qué lo harías?". Y de ahí nacen nuestras preguntas…
¿Cuál es el sentido, o el propósito, de adaptar un clásico? La respuesta hallada en Frankenstein tiene algo de prometeico: adaptar es dar nueva vida a un material que se admira, insuflar espíritu a un suelo familiar para redescubrirlo desde dentro, y conquistarlo de nuevo.
Sí, todo lo que reconocemos en el cine de Guillermo del Toro se infiltra hasta en el último recoveco de la película, desde el trabajo gustoso con la cosmología del monstruo (El laberinto del fauno, La cumbre escarlata) hasta el sentimentalismo desatado que guía las narrativas sobre la bondad del marginado (La forma del agua, Pinocho).
Ahora: Frankenstein no se siente obra del egoísmo, y con suerte servirá de lubricante o acceso a la obra fundacional de Shelley. Tengo la impresión de que, por lo menos, la suntuosidad audiovisual que Guillermo del Toro ha creado con mimo para su película soñada va a despertar la curiosidad de todas las criaturas humanas que se reúnan ante el televisor.
Sin embargo, no hay que confundir el asombro con un impacto emocional verdadero, del que, como ya ocurría en El callejón de las almas perdidas, el filme va muy hambriento. Absolutamente fiel al clásico de Shelley, Del Toro cose su cadáver exquisito a partir de pasajes de sobras conocidos –literales, directos de la página a la pantalla–, con tanto amor por el detalle que olvida dar también calidez y ritmo al conjunto; y por desgracia, una película no puede leerse en diagonal.
Lo cual es peor, atendiendo al interés real que despiertan las pocas secuencias que incorpora el cineasta de su cosecha propia. Bajo el paraguas de la Universal, en 2007, se pensó en Frankenstein como una franquicia de dos entregas: quizás debiera haber quedado así.
Lo cual no quita un ápice del innegable mérito en la artesanía de esta monster movie. La afeminada criatura de Jacob Elordi viste una armadura de músculos increíblemente tersa y marmórea, entre la escultura de Miguel Ángel y el Valle Inquietante de los relamidos humanos hechos con Inteligencia Artificial.
El cuerpo del monstruo, perseguido por su diferencia, sintetiza de hecho el alma rasgada de un universo donde conviven las imágenes etéreas, maravillosas, salpicadas a ramalazos de body horror y gore. El vanidoso Victor Frankenstein da luz a su criatura en una suerte de ballet de miembros amputados y pruebas fallidas (hermanadas con el Dios de Nausicaä), eso sí, bajo la música arrebatada de Alexandre Desplat.
Una vibrante apología al poder del imaginario fantástico, la película encuentra su cénit trayendo a la vida los ángeles y demonios con los que Victor sueña. Toda esta epopeya traspira pasión por sus influencias, de los frescos religiosos a los decorados trasnochados de la Hammer. Respira vida donde la versión de Kenneth Branagh, con la que se la comparará por su teatralidad, solo declamaba. Desbordante, excesivo, romántico empedernido, Del Toro nos contagia de disfrute en esta ópera total. Que el placer lubrique nuestras curiosidades particulares.
