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"La belleza no es política", repetía una y otra vez Leni Riefenstahl. Como si pudiera salirse del encuadre. Como si los travellings entre columnas, los cuerpos de atletas filmados como dioses, o el vuelo de águila con el que bajaba su cámara hacia Hitler en El triunfo de la voluntad fuesen meras decisiones técnicas, carentes de ideología. Como si la forma no fuera ya fondo.

Filmin estrena este 1 de agosto Riefenstahl, el documental definitivo sobre la cineasta más polémica del siglo XX, una mujer que revolucionó el lenguaje cinematográfico al servicio del Tercer Reich, y que pasó el resto de su vida intentando desactivar esa bomba con palabras.

Dirigido por Andres Veiel (Si no nosotros, ¿quién?), el documental es una autopsia minuciosa a la obra, el mito y la maquinaria defensiva de Riefenstahl. A diferencia de otros intentos biográficos —más hagiográficos, más cautos—, Riefenstahl se sirve de material inédito: conversaciones privadas grabadas, anotaciones al margen de sus propias memorias, cartas personales y entrevistas televisivas.

El resultado es un retrato tan fascinante como incómodo de una mujer que no fue un monstruo ni una mártir, sino algo más inquietante: una artista deslumbrante que eligió el lado oscuro.

"Lo que más me sorprendió", cuenta Veiel en una entrevista, "fue la absoluta negación de cualquier responsabilidad. Ella era una manipuladora consumada, una pionera en lo que hoy llamaríamos control narrativo".

La tesis es clara: Riefenstahl no sólo construyó una estética —la del poder, la masa y la perfección física como lenguaje de dominio—, sino que construyó también su propia defensa estética. Hizo de sí misma un personaje exculpable.

El documental fue inaugurado en el festival DocsBarcelona, donde generó debate incluso antes de proyectarse. La pregunta ya no es sólo si puede separarse el arte del artista. La pregunta ahora es: ¿hasta qué punto el arte puede ser arma? ¿Qué hacemos con las obras que nos deslumbran pero fueron hechas al servicio del horror?

Porque el hecho es que El triunfo de la voluntad (1935) y Olympia (1938) no son meros documentos de época. Son obras fundacionales de la gramática audiovisual moderna. Planificación milimétrica, montaje coreográfico, exaltación de los cuerpos como símbolo de pureza, uso de la música como refuerzo emocional...

Todo eso que hoy vemos en publicidad, cine deportivo o desfiles de moda, tiene ahí su origen. Susan Sontag lo llamó "estética fascista": una iconografía de poder que seduce antes de ser cuestionada. Riefenstahl creó una forma de mirar que aún nos atraviesa.

Leni Riefenstahl durante una entrevista televisiva. ©Vincent Productions

Y, sin embargo, la mujer detrás de la cámara insistía en que ella no tenía culpa. Que sólo amaba la belleza. Que jamás fue miembro del partido nazi. Que Hitler le pidió dirigir, y ella simplemente no pudo negarse. Que lo suyo era arte. Arte puro.

Pero el documental de Veiel desmonta esa coartada. "Durante décadas, los periodistas se dejaban seducir por ella", dice el director. "Yo mismo estuve a punto de caer en su hechizo. Era encantadora, divertida, inteligente. Pero al mismo tiempo, implacable. Sabía perfectamente lo que hacía".

La película alterna imágenes icónicas de sus filmes con fragmentos reveladores de sus entrevistas tardías, en las que Riefenstahl, ya anciana, sigue defendiéndose con una mezcla de orgullo, cinismo y negación.

El umbral de la verdad

Una de las estrategias narrativas más potentes del filme es mostrar la discordancia entre lo que ella afirma y lo que sus documentos personales desmienten. En un momento, por ejemplo, Riefenstahl asegura que jamás sintió admiración por Hitler.

Riefenstahl junto a Hitler y Goebbels en una imagen de archivo. © Vincent Productions

A continuación, el montaje inserta una carta de 1934 donde ella lo describe como "un genio luminoso al que el destino ha puesto en nuestras manos". Pero quizás el dato más provocador sea este: durante años circularon rumores de que Hitler estaba enamorado de ella, y de que Riefenstahl utilizó esa cercanía para ganar poder y autonomía creativa dentro del régimen. Nunca lo confirmó, pero tampoco lo negó del todo. "Me temían porque sabían que el Führer me escuchaba", llegó a decir.

Joseph Goebbelsministro de Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich, también se declaró admirador de ella y colaboraron estrechamente a lo largo de los años.

Fotograma del documental que muestra a Riefenstahl almorzando con Goebbels, ministro de Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich. © Bayerische Staatsbibliothek Bildarchiv

Ese contraste continuo entre el mito que construyó y la realidad que intentó enterrar es lo que hace del documental no solo una biografía, sino una disección de la desinformación avant la lettre.

Porque Riefenstahl también habla de hoy. De cómo reescribimos nuestras biografías, de cómo manipulamos la narrativa propia en redes, medios o memorias. Veiel lo expresa con claridad: "Ella anticipó muchas de las estrategias que vemos hoy en líderes populistas o influencers: negar, relativizar, encantar, distraer. Reescribir el relato para salir indemne". En ese sentido, Leni Riefenstahl no está tan lejos de nosotros como querríamos.

Hay una frase que se repite varias veces en el documental y que podría servir como epitafio involuntario: "No me arrepiento de nada". Dicha con firmeza, con coquetería, con desafío. Riefenstahl murió en 2003, a los 101 años, habiendo logrado una hazaña muy alemana: sobrevivir al siglo sin ser juzgada por él. Su legado, sin embargo, no se disipa.

Hoy, en una época saturada de imágenes, donde la estética sigue dictando legitimidad, Riefenstahl nos obliga a preguntarnos qué vemos cuando miramos. Y, sobre todo, quién nos enseñó a mirar así.