Pema Tseden (Balloon, fallecido el pasado 8 de mayo) cierra el desfile de protagonistas fallecidos que estos días ha ocupado las pantallas del Lido (Friedkin, Sakamoto). Su última película, Snow Leopard, vuelve a aislar en medio del desierto las relaciones de un variopinto grupo humano para destilar sus carencias y enquistamientos más esenciales, quizás a la espera de aprender algo.



En esta ocasión, retratará el conflicto entre un padre (Genden Phuntsok) y un hijo (Jinpa), pastores, cuando un leopardo de las nieves queda atrapado en el corral de sus ovejas y deben decidir qué hacer con este enorme gato hambriento, si liberarlo como pide el padre, o retenerlo para exigir una retribución del Estado, como reclama el hijo.

El tema de la película de Pema es diametralmente claro: la posibilidad de la convivencia entre el Nepal primitivo y mítico, con las contradicciones que el progreso trae consigo. En una segunda línea, observa atento el “monje del leopardo de las nieves”, un joven fascinado que compagina con relativa tranquilidad sus deberes religiosos con su pasatiempo ultratecnológico, la fotografía de la naturaleza. El equilibrio es posible, arguye el guion, un tapiz de personajes que a su tiempo viene lacrado por un desequilibrio fundamental. Pema mira a la historia del monje a través de los ojos de un grupo de grabación, que ha llegado al caserío para filmar un documental sobre la controvertida protección del leopardo, tan en peligro de extinción como la ganadería a la que amenaza.

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Estos cuatro hombretones traen barullo a todas las capas: el presentador acaba discutiendo con su pareja por chat por hacerse el interesante, el grupo encarga una tarta demasiado grande (que acaba en la cara del cumpleañero) y los invitados acaban comiendo fideos instantáneos junto con la carne asada que la familia de ganaderos les prepara. A su excentricidad, se le suma la del hijo ganadero, que de puro desquicio no puede evitar gritar a pleno pulmón cada palabra. Unos y otros irán haciendo ruido, como criaturas tratando de distraerse, mientras esperan a las autoridades.

Por ello, no asistimos a un arco narrativo claro, y Pema tiene que reservar espacios acotados para que el silencio del joven monje se imponga. Lo veremos conocer al leopardo de las nieves, salvarle la vida y luego ser él el rescatado: son viñetas lustrosas, diseñadas en blanco y negro desde una voluntad poética que no se acobarda de su propia fantasía.



Viéndolas desde Occidente, diríamos que les sobra un punto de lirismo kitsch (el diseño por ordenador del leopardo, bonitista y muy falso, no ayuda), pero quizás se trate sólo de una cuestión de perspectiva. Lo que sí resulta indiscutible es la distancia insalvable entre el aprendizaje profundo que esta fábula debería conllevar y la frialdad relativa con la que abandonamos la sala de cine.

Con Hit Man, Richard Linklater estaba de parranda

En cambio, hacía tiempo que la Sala Darsena no oía semejantes risotadas (este año Woody Allen agradó y nada más con Golpe de suerte, y con The Palace Roman Polanski nos avergonzó de sobremanera). Más joven que nunca, Richard Linklater presentaba a Competición Hit Man: una continuación del espíritu ligero y flexible de los hombres de Todos quieren algo, salpimentada con la negritud moral de Dónde estás, Bernadette.

Una comedia de enredos sólida y sin excusas, Hit Man sigue al destartalado personaje de Gary Johnson (Glen Powell, también coguionista), contratado a media jornada como profesor de la universidad y, a la vez, como nerviosísimo microfonista para la policía, al que sin más explicaciones un día obligan a sustituir a su compañero (Austin Amelio) en el cargo de falso asesino a sueldo, es decir, alguien que actúa como cebo para atrapar a sus clientes y que confiesen sus futuribles delitos.



Sorprendentemente apto para el puesto (y desde el primer minuto entregado a su juego de roles), Gary irá amueblándose al trabajo, estudiando las identidades de sus presas y construyendo personajes cada vez más concretos según las necesidades de cada cual… Pronto se difuminarán las fronteras entre la pasión por el trabajo y la pura psicopatía.

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Nos acordamos de Nathan Fielder (Los ensayos) al asistir al descenso metaficcional que abraza Gary, sobre todo después de que entable una peliaguda relación con una de sus clientes (Adria Arjona), una mujer maltratada que le pide asesinar a su marido.

“No te p*** pilles”, le cantarían las Pantocrátor, aunque… ¿Acaso la comedia no se alimenta del caos más absoluto? Disfrutamos con la híper actuación de Glen Powell, un escultor meticuloso de los gestos de un hombre seguro, caballeroso y metrosexualísimo en su papel como Ron, el asesino del que se disfraza con su peligrosa nueva pareja: Ron es sexy, Ron es El Hombre. Ron es tan falso como la figura misma del asesino a sueldo, “un mito”, en palabras del propio Gary.

Y sin embargo, al tiempo que Linklater nos invita a adivinar cuándo Gary va a abandonar su máscara (porque Gary sigue siendo Gary, ¿verdad?), el mismo personaje va adquiriendo más y más rasgos del propio asesino a sueldo. Esperaríamos que ello nos llevara a las resoluciones moralistas del thriller de disfraz y convencimiento (Nightcrawler), donde finalmente la diferencia entre la máscara y la personalidad del protagonista se resuelven, pero eso no sería ni de lejos tan divertido como seguir jugando.

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