Con el díptico The Souvenir (2019-2021), la cineasta británica Joanna Hogg (Londres, 1960) entregó uno de los ejercicios de autoficción más reseñables del cine reciente. A medio camino entre el bildungsroman sentimental y el réquiem por la pérdida de un ser querido, The Souvenir proponía un juego de espejos entre ficción y realidad, con Hogg recreando su periodo de formación cinematográfica. Además, como guinda del pastel, los personajes de Julie, el alter ego de la cineasta, y Rosalind, su madre, estaban interpretados por las actrices Honor Swinton Byrne y Tilda Swinton, madre e hija en la vida real.



Ahora, en La hija eterna, la cineasta londinense reincide en el espejismo fílmico; en esta ocasión, para meditar sobre el irrompible y complejo vínculo que la unió a su madre, fallecida tras el rodaje del filme. De hecho, los personajes de La hija eterna son los mismos que los de The Souvenir –responden, de nuevo, a los nombres de Julie y Rosalind–, aunque aquí la madre ya es una anciana. En cuanto a la trama, dos años después del fallecimiento del padre, madre e hija deciden pasar unos días juntas en un hotel.

Este sentido retrato maternofilial –cuya delicadeza remite a Primavera tardía (1949) de Yasujiro Ozu– aparece enmarcado por una sugerente aura gótica, que se concreta en la figura de un viejo caserón, en la perenne neblina, en el viento que hace chirriar los ventanales, y en una presencia espectral que amenaza a Julie. De esta manera, Hogg refuerza el carácter fantasmagórico de una película que se asienta sobre lo memorístico. La madre, al reencontrarse con los espacios de su infancia, se entrega al recuerdo de unos traumas familiares que recogen los ecos de la Segunda Guerra Mundial.

En su exploración de lo siniestro, Hogg invoca a Alfred Hitchcock. Las luces verdosas del hotel de La hija eterna reproducen el encantamiento de Vértigo (1958), mientras que el trabajo de Kim Novak es retomado por una extraordinaria Tilda Swinton, que encarna a los personajes de Rosalind y Julie (en 1992, Swinton ya se multiplicó en las varias caras del Orlando de Virginia Woolf). En el caso de La hija eterna, el desafío actoral parece aún mayor dado el particular sistema de trabajo de Hogg, quien escribe sus guiones como si fueran relatos.

El filme de Hogg se concreta en un viejo caserón, en la neblina, en el viento y en una presencia espectral

Además, cabe destacar que la pirueta actoral de Swinton no tiene nada de gratuito. Su desdoblamiento en los personajes de madre e hija refuerza el estudio que propone el filme sobre los intercambios intergeneracionales. Llegada la vejez de Rosalind, Julie debe cuidar de su madre como si se tratara de su hija. Una subversión de roles que desata un sentimiento de culpa en Julie, quien durante la estadía en el hotel intenta escribir un guion inspirado en la vida de su madre. Así, los cuidados y muestras de cariño chocan con los arduos caminos de la creación artística. Un cóctel de luces y sombras que convierte La hija eterna en el cénit provisional de Joanna Hogg.