Lo mejor de la última Palma de Oro es su título. La sátira que hay dentro lleva el cinismo de su director a la desmesura y el absurdo para volverse en su contra: demasiado vulgar para apreciarla, demasiado simplona para tomárnosla en serio. No lo consideró así el jurado de Cannes, que cayó en sus redes supuestamente deslumbrado por los brochazos de humor y “transgresión” de El triángulo de la tristeza. Es la segunda vez que ocurre con el director sueco –The square (2017), si alguien la recuerda, también se hizo con el preciado galardón–, a quien por causa de esta cuota de rentabilidad festivalera igual deberíamos considerar algo así como el indiscutible autor europeo de nuestra era. Nada más lejos.

En todo caso hay algo extrañamente “real” si optamos por darle crédito a Cannes. El triángulo de la tristeza no es una gran película, pero sí un trabajo muy eficaz y oportunista, a su modo un perfecto producto de nuestra banal era en la que el predicamento por lo falso es asumido como virtud. No en vano, en su retrato del inclemente mundo de la moda y las jerarquías sociales, Ruben Östlund parece duplicar su apuesta respecto a su anterior filme, que arrojó su foco paródico al mundo del arte contemporáneo y su supuesta burguesía intelectual.

Si el talento de Östlund es mensurable, no lo es como cineasta, sino como un caricaturista con instinto de publicista. Esto se hace manifiesto cuando tiene una idea interesante, un marco propicio, pero no en cómo la desciende al suelo (o, para el caso, la puesta en escena), casi siempre desde la satisfecha postura del que contempla a sus personajes como peleles de quienes burlarse. Su mirada está dispuesta a reírse de todas sus criaturas hasta convertirlas en grotescas figuras sin apenas conexión con la realidad.

No es una gran película, pero sí un trabajo muy eficaz y oportunista, a su modo un perfecto producto de nuestra banal era

Dividida en tres partes, la película se va degradando en la medida en que el autor deja expuesta su incompetencia para darle forma al fondo de la cuestión. El tercer bloque, una suerte de survival en una isla desierta (el crucero naufraga y los supervivientes, ricos y pobres, se ven enfrentados a la vida en igualdad de condiciones), es tan burda y está tan ramplonamente filmada que preferiríamos un reality show de la televisión. Juega la baza del éxito alardeando un espíritu punk inexistente.

Semejantes reflexiones se agotan en el momento en el que las expresa en pantalla para viciar la película en la redundancia del “y ahora más”. Es el concepto lo que triunfa por encima de la película en sí, apenas disfrutable, muy estirada, y a la larga inofensiva. La pataleta de un niño malcriado.