Quizá uno de los pocos efectos benéficos de la Covid19 sea que, ante la inevitable escasez de nuevos estrenos y rodajes, los cines recuperan la buena y vieja costumbre de reestrenar clásicos que muchos espectadores, especialmente de las nuevas generaciones, no han tenido ocasión de ver nunca en una sala cinematográfica y pantalla grande. Además, se piense lo que se piense, la restauración en 4K de muchos títulos recupera también el esplendor de su fotografía original, evitando los terribles desgastes y deterioros a los que el tiempo somete al celuloide, mostrándose más fiel a las intenciones y esfuerzos genuinos de sus creadores. Ahora, aprovechando el 25.º aniversario de su estreno, le toca el turno a Crash (1996) de David Cronenberg, su peculiar, fiel y polémica adaptación de la peculiar y polémica novela del mismo título del ya fallecido escritor británico J. G. Ballard, una de las voces más seminales de la ciencia ficción moderna y posmoderna.

Es posible que muchos lo hayan olvidado, ante el hecho de que, de forma sutil pero contundente, el filme de Cronenberg ha adquirido con el tiempo estatus de clásico de culto, pero lo cierto es que su pase en el Festival de Cannes de 1996 provocó abucheos y pataleos de buena parte del público asistente, mientras algunos espectadores indignados abandonaban la sala. Pese a ser una de las favoritas del jurado, este se vio obligado, ante la reticencia de algunos de sus miembros, especialmente al parecer de su presidente ese año, Francis Ford Coppola, a inventarse un Premio Especial del Jurado que otorgar a la película, para muchos la mejor del certamen. Esta polémica división de opiniones persiguió a Crash durante el tiempo que duró su exhibición. En Inglaterra, pese a que se estrenó sin cortes tras ser examinada con lupa por el Consejero de la Reina, por un psicólogo designado oficialmente y por un grupo de once personas discapacitadas, todos los cuales dieron su aprobación sin encontrar motivo de ofensa alguno en el filme, no se permitió su proyección en las salas del West End, es decir, en el distrito del espectáculo de Londres. En Estados Unidos tardó prácticamente un año en estrenarse, entre otras cosas debido a las presiones del ofendido Ted Turner, y muchas de las salas donde se exhibió fueron fuertemente custodiadas por policías y fuerzas del orden para impedir la entrada de menores no autorizados… O, quizás, en realidad, para impedir que algún grupo extremista provocara incidentes. 

La respuesta de la crítica estuvo también tan dividida como enfrentada, yendo del entusiasmo de unos a la repulsa de otros, para encontrar en cierto modo, a lo largo del tiempo, el consenso tímido y pacato, por no decir hipócrita, de un amplio sector que reconociendo las virtudes cinematográficas del filme e incluso su atrevimiento y valor, se guarda las espaldas considerándolo una obra incómoda, desagradable e incluso peligrosa, de la que es imposible afirmar que realmente “te gusta” o “querer volver a verla”. Por supuesto, todos estos circunloquios poco o nada convincentes, resultan inútiles e irrelevantes ante la belleza, contundencia y poder provocador de una de las mejores películas de su director, que Scorsese considera uno de los filmes imprescindibles de los 90 y ha sido incluido a menudo en las listas de las cien películas fundamentales de la historia del cine. Quizá el hecho más significativo al respecto sea que pese a su Oscar, cuando se habla de Crash pocos recuerdan hoy el artificioso y moralista drama de Paul Haggis estrenado en 2004 y alabado unánimemente, mientras que el amoral y “desagradable” Crash de Cronenberg nos viene de inmediato a la memoria.

James Spader y Deborah Kara Unger en 'Crash' (David Cronenberg, 1996)

Ahora, cuando Crash está de nuevo en los cines, es poco probable que se eleve alguna voz en contra de lo que es ya un clásico del cine moderno. Y, sin embargo, sería mucho más honesto que así fuera. Porque lo que desagradó en su momento del filme de Cronenberg, como antes de la novela de Ballard, publicada originalmente en 1973, sigue siendo hoy el colmo de la incorrección y el epítome de la irreverencia política y social. Concebida como una hermosa “exhibición de atrocidades” objetivista y desapasionada pero estéticamente sensual y provocadora, Crash sigue fielmente las propuestas de Ballard, admirador y generoso defensor del filme, y las cristaliza en puro cine, convirtiéndose en la primera película pornográfica basada en la tecnología. Cronenberg se posiciona no como un predicador o un moralista, sino como “un hombre de ciencia, en un safari o en el laboratorio, enfrentado a un terreno o tema absolutamente desconocidos” (las palabras son de Ballard). Sus imágenes hablan por sí mismas. Por supuesto, ofrecen un discurso autoral y personal, manipulado y manipulador. Pero ese discurso, que es formal y continente al tiempo, abunda en la paradoja y la provocación tanto visceral como intelectual, sin buscar interesadamente la aquiescencia del espectador, su disfrute o su rechazo. Al maridar sexo y muerte, hombre y máquina, llevando la teoría freudiana de las pulsiones a sus últimas consecuencias en el contexto de la sociedad post-industrial, Cronenberg redescubre la naturaleza especulativa -también especular- del cine como instrumento de autoconocimiento, de introspección, que no retrocede ante nada, por desagradable o prohibido que resulte, en su inquisición filosófica y estética. Como el mejor Sade, Cronenberg disecciona el complejo entramado erótico-existencial del ser humano para llevar a cabo una autopsia tan hermosa como la Lección de anatomía de Rembrandt, concomitante con las Disaster Series de Andy Warhol, que muestra la mutación hipermoderna del tándem Eros y Tánatos, mediado desde la segunda mitad del siglo XX por Tecnos en su búsqueda de la disolución de lo humano en la máquina. Ese Post-humanismo que pretende quizá inútilmente superar la dicotomía entre utopía y distopía, que la presente pandemia está acelerando radicalmente, con el máximo incremento de la interdependencia entre tecnología y vida cotidiana.

Curiosamente, el retorno de Crash a los cines coincide con el segundo largometraje del hijo de David Cronenberg, Possessor, estrenado en nuestro país el pasado Festival de Sitges, donde, por cierto, obtuvo merecidamente los premios a mejor película y mejor director. Brandon Cronenberg, con sus dos largos realizados hasta el momento, ha demostrado su intención consciente de seguir indagando, tanto en forma como en contenido, en una dirección muy similar a la que ha orientado la mayor parte de la obra de su progenitor, deriva genético-conductista que no deja de ser a su vez inquietantemente cronenbergiana, y aunque utiliza aquí como en su anterior Antiviral (2012) el esqueleto del thriller de ciencia ficción del que, precisamente, prescindiera en buena medida Crash, lo hace, siguiendo la estela de clásicos paternos como Scanners (1981), Videodrome (1983) o eXistenZ (1999), para continuar poniendo en evidencia el cariz siniestro que la interfaz tecnología-humanidad puede adquirir y adquiere, al difuminarse la segunda para fundirse con la primera. La fluidez asesina de Tassya Voss, la protagonista de Possessor, que es también fluidez sexual y moral, implica según avanza la intriga prescindir cada vez más de las molestas cortapisas éticas, sentimentales y emocionales que impiden al personaje brillantemente encarnado por la casi andrógina Andrea Riseborough alcanzar la total independencia de su humanidad y la total excelencia en su profesión, puesta al servicio de la impersonal maquinaria para la que trabaja. En un mundo en el que se suponen positivos y esperanzadores datos como que “…Un estudio realizado por Boston Consulting Group para determinar si había diferencias entre el grado de ambición de mujeres y hombres en cuanto al poder (...), en el que analizaron a 141.000 mujeres de 189 países, demostró que las mujeres son tan ambiciosas como los hombres y que no se frenaban por sus obligaciones familiares o la maternidad” (citado en el libro Imparables de Teresa Baró, la cursiva es mía), Tassya Voss es el modelo a imitar. Brandon Cronenberg prosigue así la crónica de la des-humanización que articula buena parte de la filmografía de su padre, en la que Crash destaca como una de sus cumbres.

El buen recibimiento de Possessor podría hacernos pensar que las cosas han cambiado para bien desde que en 1996 Crash acaparara numerosas críticas negativas, rechazos y censuras varias. Pero eso sería pecar de ingenuos. En realidad, el filme de Brandon Cronenberg, sin que esto signifique crítica negativa alguna, es mucho más tímido que Crash, dado que su objeto no es descaradamente pornográfico o provocador, aunque ello no ha impedido que existan ya dos versiones de la película, desapareciendo de la destinada a su estreno comercial en salas estadounidenses ciertas escenas explícitas sexualmente o demasiado violentas. No puede hablarse, por supuesto, de censura, ya que la versión del director está asequible para los espectadores que la deseen, pero sí, una vez más, de una hipocresía santificada tanto por el liberalismo capitalista (hay que estrenar y vender entradas) como por el moralismo de la nueva izquierda y la vieja derecha (hay que proteger al espectador inocente de las malas influencias). 

Crash - Official UK Trailer

Soy de los que piensan que, posiblemente, Crash podría haberse filmado y estrenado hoy día. Pero también posiblemente no hubiera sido un fenómeno cinematográfico, cultural y sociológico de impacto, como resultó ser en 1996. No habría recibido premio alguno en Cannes, no habría sido estrenado en salas sino, posiblemente, a través de alguna prestigiosa y minoritaria plataforma digital. No habría llamado la atención del público general, sino sólo de los fans y seguidores de la obra del cineasta, más que acostumbrados a su filosofía y praxis cinematográfica. En definitiva: habría sido escindida del contexto social y cultural mayoritario, del mainstream, para devenir en automática e inofensiva obra de culto, como hasta cierto punto ocurre ya con las películas de su más reconocible sucesor, Brandon Cronenberg.

Convertir en clásicos de culto obras como La naranja mecánica, American Psycho o Crash resulta inevitable, aún cuando paradójicamente vaya en detrimento de su relevancia. El reestreno en salas del filme de Cronenberg es algo a celebrar y disfrutar sin duda alguna. Hasta quizás resulte un interesante experimento sociológico: asistir al cine a comulgar con las infernales, hermosas y amorales bodas entre el sexo y la máquina de Crash, con toda su excitante perversidad y su belleza en el horror, puede constituir un auténtico rasgo de resistencia artística e incluso ideológica frente al falaz triunfo del cine “necesario”, buenista, moralista y didáctico que se nos impone desde demasiadas tribunas y tribunales. Pero, por irónico que parezca, puede que lleguemos a echar de menos las polémicas, censuras y protestas indignadas que recibiera en su día la película, pues lo contrario no es signo de progreso, sino de silencio y quizá de derrota. Es la manera en que el mecanismo cada vez mejor engrasado de la Megamáquina, tan bien caracterizada por Lewis Mumford hace ya más de medio siglo, está ganando la batalla y quizá también la guerra.

@JessPalacios_