Saint Maud, el debut en la dirección de largometrajes de la británica Rose Glass, sigue los pasos de una joven enfermera que, después de vivir una experiencia traumática con un paciente -que solo se esboza al principio con el montaje de sangrientas y tétricas imágenes-, se convierte en una fervorosa devota de la fe cristiana, pero con el gesto malsano del fundamentalista y con toda la parafernalia masoquista de la penitencia (desde rezar arrodilla sobre lentejas a andar con clavos en las zapatillas). “Nunca malgastes el dolor”, afirma Maud en un momento de la película como si fuera una declaración de intenciones. Cuando es destinada en casa de una bailarina de cierto prestigio con un cáncer terminal para ofrecerle cuidados paliativos, la protagonista siente que debe hacer algo más por ella: salvar su alma.

Rose Glass demuestra en esta película un gran manejo de la atmósfera, que en ningún momento decae en su ambición de incomodar al espectador, y una gran capacidad para crear imágenes impactantes y perturbadoras. La moribunda bailarina, interpretada por una Jennifer Ehle que quizá ofrece su mejor trabajo hasta la fecha, a pesar de su enfermedad, pone a prueba la disposición y las aparentes buenas intenciones de Maud: sigue bebiendo y fumando, es lenguaraz e impertinente e incluso, para horror de la enfermera, invita a jóvenes mujeres a compartir su cama. Mientras tanto, Maud siente cada vez más cercana la presencia de Dios y sus manifestaciones, que al principio son como una sensación parecida al clímax sexual y cada vez se vuelven más notorias, físicas y poderosas. 

La directora juega con la ambigüedad y el espectador tiene que intentar descubrir por sí mismo si se encuentra ante una mística o una demente. Este es el meollo de un thriller psicológico con toques de terror al que es difícil ponerle alguna pega, pero al que le falta cierta hondura para resultar redondo. Estamos ante un filme más sensorial que narrativo, con influencias del Paul Schrader de Taxi Driver o First Reformed, en el que la cámara apenas se despega de una inconmensurable Morfydd Clark, cuya desintegración psicológica está construida a través de un guion preciso, una fotografía oscura y malsana y un diseño de producción que apuesta por la imprecisión temporal (podría ser la actualidad pero también los años 80) para reflejar la enorme distancia que siente la protagonista del mundo que le rodea.

Glass además prefiere apostar por la empatía con su personaje a convertirla en un monstruo al estilo de Carrie y es ahí donde el filme guarda su originalidad. Aunque, como suele ocurrir con el thriller psicológico, quizá sea su efectista final lo más discutible del conjunto. En definitiva, un debut poderoso que pone en el mapa todo el talento de una directora a la que habrá que seguir la pista y que logra, con su primera película, un estudio de personaje intenso y perturbador.

@JavierYusteTosi