“Había que encontrar la forma de cerrar estas nueve películas de manera que, dentro de cien años, un niño vea todas las cintas completas, las nueve, y sienta que hay una narración que lleva eso al final”, dice J. J. Abrams, director de la novena y se supone que última parte de la saga de Star Wars, El ascenso de Skywalker. Como es sabido, primero vimos, en los años 70, los tres capítulos de en medio (o sea, los 4, 5 y 6); después, a finales de los 90 llegaron las precuelas, también dirigidas por George Lucas, en las que conocíamos la infancia del eterno Anakin Skywalker, quien después se convertiría en padre de Luke primero y en Darth Vader después. A pesar de que el relanzamiento no funcionó tan bien como quizá esperaban (y aún fue peor la recepción de los críticos, que machacaron con especial saña la secuela de los Siths), Disney volvió a la carga en 2015 con tres nuevos capítulos con los que se pretende dar por cerrado el asunto. Algo que, claro está, depende mucho más de que esta novena parte arrase en la taquilla mundial que de cualquier otra consideración.

La realidad es que tanto El despertar de la fuerza (J. J. Abrams, 2015) como Los últimos Jedi (Rian Johnson, 2017) fueron éxitos enormes y todo hace prever que esta conclusión de la historia, dirigida de nuevo por Abrams, recaude una cifra escandalosa en todo el mundo. En realidad, Star Wars siempre va de lo mismo (los buenos contra los malos). Todos sus capítulos son historias de aventuras puras y duras aderezadas por una filosofía maniqueísta más bien simplona sobre la inutilidad del rencor y la mala sangre. Su esencia procede de una especie de mezcla pop entre el Bushido, el milenario código de los samuráis japoneses, y las teorías de Nietzche, que consideraba el resentimiento como el principio del mal. Una filosofía que, por sorprendente que parezca, millones de personas en el mundo se toman muy a pecho como si Star Wars no solo fuera unas brillantes películas de acción (lo cual poco no es) sino, literalmente, toda una guía de vida.

La gran novedad desde el relanzamiento de la saga hace cuatro años es que el nuevo Jedi ya no es un hombre sino una chica, Rey (Daisy Ridley), llamada a liderar la “resistencia” contra el malvado Kylo Ren (el omnipresente Adam Driver, por el que la heroína siente una atracción morbosa) y su pavorosa Primera Orden. A su alrededor, dos valerosos rebeldes (Oscar Isaac y John Boyega), en una relación que el propio Isaac ha dicho que le hubiera gustado que acabara con un beso entre ambos, acusando a Hollywood de ser “demasiado cobarde” para ello -a lo que Abrams ha replicado que su relación es “más profunda” que una simple relación romántica-. En cualquier caso, la nueva trilogía está en la estela de otros filmes recientes como Wonder Woman o incluso Frozen, que han demostrado con sobrado éxito que no era cierto el viejo tópico de que un blockbuster con mujeres al frente funciona peor que los protagonizados por chicos.

Como siempre, el argumento se ha mantenido en secreto hasta prácticamente el último segundo, convencido el estudio de que el anzuelo de que este es “el final de historia” es suficiente para convencer a millones de personas anhelantes de saber si, por fin, el Bien gana sobre el Mal y el terrible Palpatine -cuya presencia ya anticipa el tráiler- se sale con la suya. Prueba definitiva de la capacidad de Hollywood para reinventarse a sí mismo sin perder sus esencias, el propio Abrams ha advertido varias veces de que Star Wars son películas “para niños”. Plagada de guiños a toda la historia de la saga para que los fans puedan disfrutar viéndola una y otra vez, desentrañando sus misterios y apegada a la construcción clásica de ese héroe que debe perderse a sí mismo primero para encontrarse definitivamente, el mundo entero vibra con Star Wars y, por muy cínico que uno quiera ponerse, es difícil no escuchar los primeros acordes de su inmortal sintonía y no sentir un escalofrío recorriendo el espinazo.

@juansarda