Conocido es el trágico final de Jean Eustache. “Golpear muy fuerte como para despertar a un muerto”, rezaba la nota que dejó colgada en la puerta de su casa antes de suicidarse. Y allí dentro, efectivamente, estaba el cuerpo sin vida del autor de La mamá y la puta (1973), certificado de defunción, cuanto menos simbólico, de un espíritu que prendió la Nouvelle Vague. Es imposible no asociar tanto al cineasta francés como la película con el destino de Hu Bo y su monumento póstumo, An Elephant Sitting Still, presentado en el Festival de Berlín poco después de que el joven director chino se ahorcara en su casa. El devastador final de su autor, que había comprado la soga por internet dos días antes de que unos amigos encontraran el cadáver, parece íntimamente ligado a esta película esencialmente maldita, tanto por motivos que yacen dentro de la pantalla como fuera de ella.

Tenía Hu Bo (Shangdong, China, 1988 -2017) desde luego una mente torturada y melancólica, altamente depresiva, como revelan tanto su ópera prima (y definitiva) como el libro de cuentos que dejó escrito. Al parecer, su productor, el cineasta Wang Xiaoshuai (uno de los pioneros del cine independiente chino), le obligó a recortar el primer montaje de cuatro horas para poder tener alguna posibilidad de estrenar el filme, a lo que Hu Bo respondió con una versión de apenas diez minutos menos y a las pocas semanas cogió el camino más corto al corte a negro definitivo. Paradojas de la vida: es precisamente este desenlace el que probablemente ha “estimulado” el estreno en salas comerciales de An Elephant Sitting Still, convirtiéndose automáticamente en pieza de culto y malditismo, asegurándose así al menos el interés mediático que estos casos de desesperación existencial, volcada con una sensibilidad extraordinaria en el filme, suelen despertar.

Un descenso a los infiernos

Tras el trágico suceso, Xiaoshuai y su mujer, ambos productores, cedieron los derechos de la película a los padres del cineasta, como se encargan de informarnos los créditos finales. En el descenso a los infiernos que retrata, siguiendo la vida sin horizontes de cuatro personajes a lo largo de un día, el filme captura un espíritu de desolación y desesperanza que colma todas y cada una de las secuencias. No hay escapatoria. En el microcosmos de una ciudad del norte del país, el gigante chino es retratado como ese elefante de carácter mítico que al parecer permanece sentado en el circo de Manzhouli indiferente a la crueldad del mundo exterior. Allí quiere huir el joven protagonista, tras herir gravemente al matón de la escuela, que es hermano de un gánster que emprenderá la búsqueda del joven a lo largo de un relato itinerante donde el sufrimiento es un peaje a la belleza. El elefante como lugar de destino o centro neurálgico de varias historias cruzadas es uno más de los puntos de conexión con la mítica Armonías de Werckmeister (2000) y la poética del húngaro Béla Tarr, que no en vano fue algo así como el mentor de Hu Bo.

Pese a que la desesperación y la muerte se ciernen sobre el relato cruzado, la película no llega a ser pesimista"

Bascula la puesta en escena entre dos formas de planificar las secuencias: o bien un plano fijo de dos figuras, una a cada lado (en primer plano el perfil de un personaje y en segundo plano otro personaje de frente), o bien la steadycam siguiendo muy de cerca la espalda de un personaje en un largo plano secuencia, a la manera de Tarr y del Gus Van Sant de la Trilogía de la Muerte. También con el cineasta de Portland comparte el chino su obsesión por desgranar la melancolía de la juventud. La claustrofobia del plano se instala desde bien pronto en la película, cuando en el prólogo acontece un suicidio por adulterio que prenderá la mecha de violencia y muerte, siempre en tensión latente, que conforma el tono general de opresión que amordaza a los cuatro personajes protagonistas: un estudiante a la huida, un joven que le busca, una adolescente enfrentada a su madre y un anciano que es invitado por su hijo a abandonar su hogar. Todos han sufrido una traición, todos escapan de algo y todos caminan hacia una suerte de redención existencial.

Las observaciones del filme en torno al acoso escolar, el egoísmo familiar o la agresividad y corrupción social no se salen de ciertos lugares ya revisitados por el cine de otras edades y geografías (Nicholas Ray, por ejemplo, no está lejos de aquí), pero lo que convierte An Elephant Sitting Still en una pieza única, capaz de captar el espíritu de su tiempo (y que como La mamá y la puta se ofrece como gran fresco generacional), es el modo en que observa a sus personajes para que podamos adentrarnos en su intimidad, sus dudas y su vulnerable humanidad. Lo sentimos inscrito en los rostros del estudiante Wei Bu (Yuchan Peng), el todopoderoso Yu Cheng (Yu Zhang), la joven Huang Ling (Uvin Wang) y el anciano Wang Jin (Congxi Li), todos ellos personajes enigmáticos, estoicos y complejos, que a lo largo de las cuatro horas de la película van trascendiendo el rol de sus papeles para convertirse frente a nuestros ojos en presencias físicas, en personas más que personajes. A ello hay que sumar la habilidad de Hu Bo para convertir fragmentos narrativos que pueden ser potencialmente melodramáticos, pero también propios del costumbrismo social y el cine negro, en una energía cinemática rayana con el documental.

Sin duda, el peso de la desesperación y la muerte se cierne sobre el relato cruzado del filme, pero a pesar de su ineludible sensación de vacío existencial, no es An Elephant Sitting Still una pieza manifiestamente pesimista. La complejidad moral del relato, el énfasis de la resistencia estoica frente a cualquier dificultad, la precisión de su espíritu o la belleza de su poesía atmosférica la salvan del discurso simplista y autocomplaciente. Es posible que no hicieran falta 235 minutos para alcanzar la densidad de lo que nos cuenta, pero cualquier amante del gran cine no debería escapar al magnetismo de uno solo de esos minutos, aunque solo sea por respeto a un artista que entregó por ellos los escasos 29 años de su vida.

@carlosreviriego