Under the Silver Lake

Under the Silver Lake, el nuevo filme del director norteamericano, es el retrato más ambicioso y delirante de la realidad múltiple y esquiva de la contemporaneidad. Además, Bi Gan y Lee Chang-dong confirman su enorme talento en sus nuevas propuestas, Mateo Garrone remonta el vuelo con Dogman y Nadine Labaki decepciona con la insultante pornomiseria de Cafarnäum.

Hollywood, Los Angeles, como un territorio abierto a todas las fugas y universos posibles, en la vida y en la muerte, en el sueño y la vigilia. Un continente en sí mismo. Desde El sueño eterno a Puro vicio, pasando por El largo adiós o El gran Lebowski, un hombre curioso, abierto a los misterios de la existencia, bien puede perderse en sus rincones sin esperanza de encontrar aquello que estaba buscando. El Sam (Andrew Garfield) de Under the Silver Lake es uno de ellos, como lo fueron Philip Marlowe, The Dude y Doc Sportello, en busca de una vecina rubia, espiritualmente hitchcockiana, que ha desaparecido (Riley Keough) sin dejar más rastro que una fotografía y un aroma a perdición. Y con ella su perro, mientras en la ciudad parece que hay un asesino de canes suelto. Sam está desencantado y a punto de ser desahuciado de su apartamento. Mata los días como Jimmy Stewart en La ventana indiscreta y encontrando mensajes codificados allá donde mire: en una caja de cereales puede estar el mapa secreto de la ciudad (guiño a La joven del agua de Shyamalan) y en la lápida de Janet Gaynor la puerta de entrada a su geografía fantástica, aquella que no está en el inventario visual de Thom Andersen Los Angeles Plays Itself.



Si en It Follows David Robert Mitchell abordaba el horror sobrenatural desde un ángulo sexual, aquí se abisma en una investigación alucinógena, simbólica y expansiva para construir una topografía de la cultura contemporánea y las teorías conspirativas, un criptograma de la iconografía pop, de los 50 a los 90, de Marilyn Monroe a Kurt Cobain. Película forjada en el culto, se trata de un hipnótico descenso a las catacumbas oníricas de la ciudad de los sueños que nos remite tanto a Vértigo como, especialmente, a Mulholland Drive. Como en La Torre de los Siete Jorobados de Edgar Neville, como en Twin Peaks. The Return, son los indigentes y parias sociales los que conducirán a Sam a una ciudad subterránea. Sumergirse en Under the Silver Lake ("Bajo el lago plateado") es un pasaporte a la frustración dramática y al desafío de vivir el instante, pero también un muy estimulante trayecto por la fantasía demiúrgica de una ciudad sin fin. Como ocurre en las tramas chandlerianas, las atmósferas pynchonianas y los laberintos borgianos, llega un punto en el que ya no importa conectar las señales, porque el único relato fiable es el viaje, transcurra en la mente de Sam o no. La fascinación de la película procede de los enigmas que plantea, no de su capacidad (o no) para resolverlos. Como si habitáramos el viaje en barco de Jacques Rivette, una vez que hemos cruzado al otro lado del espejo hemos perdido el derecho a entender el mundo bajo la lógica de lo que quedó al otro lado de pantalla, nosotros, los espectadores.



Quizá las referencias argumentales a la cultura pop nunca han sido tan barrocas y excesivas como en esta película que está muy por encima de Mapa de las estrellas de David Cronenberg y The Neon Demon de Nicholas Winding Refn (desquiciados itinerarios por Hollywood que también compitieron en Cannes), como si Mitchell armara una síntesis esquizofrénica o una película compendio del noir y sus descendientes modernos, de la novela gráfica, la música y el fantástico, atravesado todo ello por una cinefilia enfermiza y desbordante, en la que es fácil perder la noción entre lo real y lo imaginado. Tan apabullante es el psicótico laberinto de citas y ecos que el peligro al que se enfrenta constantemente el filme, en el que cada plano debe esconder un jeroglífico, es el de sofocar la voz de Mitchell y aquello que quería contarnos. Llegados al tramo final, estirado y explicativo, comprendemos que como Sam, su criatura, el director también emprendió el viaje sin saber muy bien hacia donde nos estaba llevando, y que como la propia ciudad que retrata, está condenado a existir bajo el peso de los sueños que le preceden. Es quizá Under the Silver Lake el retrato más ambicioso y delirante de la realidad múltiple y esquiva de la contemporaneidad, cuando la verdad de lo que nos rodea puede estar codificada en señales solo visibles para quien quiera verlas.



Long Day's Journey Into Night

En un estado de duermevela incesante transcurre también la extraordinaria Long Day's Journey Into Night, de Bi Gan (Un certain regard). En su debut con Kaili Blues, el cineasta chino retorcía el tiempo con sorprendente maestría. En su nueva película, dolorosamente romántica, el tiempo y el espacio forman parte de un flujo nostálgico, como si la vida solo tuviera sentido bajo el hechizo de los recuerdos. "Nuestra única esperanza es vivir juntos en las estrellas", le dice la bella mujer de verde al amante atormentado por su recuerdo, un asesino a sueldo, al principio de esta película sobre un fantasma persiguiendo a otro fantasma. Es el año 2000 pero el filme transita de lo eterno a lo transitorio, del 2D a la imagen estereoscópica, para ofrecer la experiencia sensorial más cautivadora que se ha podido encontrar en esta excelente edición de Cannes. En la primera parte habitamos el universo de Wong Kar Wai, con su lluvia, sus reflejos, sus hoteles y sus neones, bajo el magnetismo poético de una voice-over que nos recuerda que la "memoria se oxida" y todo no puede ser más que un magma confuso de saltos temporales y figuras espectrales cuyas relaciones entre sí nunca terminamos de entender. En determinado momento, el protagonista entra en un cine y como él tenemos que ponernos las gafas 3D para entrar en otra dimensión: un plano secuencia de 60 minutos en el que descendemos al subsuelo y luego, literalmente, volamos por el fascinante escenario de una antigua fábrica soviética convertida en plataforma de espectáculo musical. Entonces es el cine de Hou Hsiao-hsien o el de Bela Tarr, con su cámara desafiando la inercia gravitacional y la lógica del espacio, el que se apodera de la puesta en escena. Nuestra percepción se disputa en los márgenes de lo real, en la deriva de un sueño que no queremos que termine o que, cuando lo haga, nos conduzca exactamente hasta donde lo hace Bi Gan: la plenitud romántica de unos amantes condenados a la esperanza de vivir juntos en las estrellas.



Burning

De romanticismos fracturados también nos habla a su manera la excelente Burning, el regreso del coreano Lee Chang-dong a Cannes y al cine después de la memorable Poetry. Se inspira esta vez en una novela de Haruki Murakami para contarnos una historia de soledad y desgarro, de amor y de pérdida, en la que los laberintos de la obsesión conducen a un perverso triángulo de deseos. Es la historia de Jongsoo (Yo Ah-in), un joven escritor, de padres ausentes (ella le abandonó de niño, él está en la cárcel), que se enamora de Haemi (Jeon Jong-seo), una amiga de la infancia reencontrada en la calle. Al poco, Haemi se marcha de viaje a África y cuando regresa lo hace con Ben (Steven Yeun), un joven apuesto y multimillonario, misterioso y arrogante, que se ríe del chico pobre cuando éste le confiesa que está enamorado de ella. Una deslumbrante escena central en la que los tres comparten marihuana en el porche de Jongsoo, Haemi se quita la camiseta y baila bajo el crepúsculo, y Ben confiesa sus aficiones pirómanas, da paso a otro registro en el filme, el de la investigación del escritor convertido en stalker de Ben cuando Haemi desaparece sin dejar rastro. El sutil trabajo de puesta en escena de Burning nos conduce por la mente del solitario Jongsoo de modo que nunca tenga que explicarnos lo que piensa y siente porque las imágenes, las miradas y los gestos de los actores (toda la planificación de las secuencias, conducidas con un ritmo moroso y magnético) se encargan de colocarnos en el mismo estado mental que él. Despierta en el espectador tanto la obsesión del deseo como la pulsión homicida, y desde que se encierra en el apartamento solitario de Haemi a escribir la historia que, por fin, tiene que contar, queda abierta la sospecha de si lo que vemos en la pantalla solo acontece en su mente o no. Lee Chang-dong ratifica una vez más su sabiduría y sensibilidad cinematográfica con una película que no necesita premio alguno que certifique su grandeza.



Dogman

Otra clase de truculencia criminal es la que estila Mateo Garrone en Dogman. Nos ha interesado esta película en competición, al parecer inspirada en hechos reales mucho más perturbadores que los que Garrone ha querido filmar, por el modo en que la venganza de un hombre ninguneado se convierte en una fábula sobre la dignidad. Gran parte de su éxito se debe al actor protagonista, Marcello Fonte, que interpreta al simpático Marcello, un cuidador de perros que trapichea con droga y acaba en la cárcel por cubrirle las espaldas al ser más despreciable del barrio, un matón sin cerebro que solo ejercita su poderío físico para aterrorizar al vecindario, imponer su criterio y conseguir de los más débiles todo aquello que se le antoje. Al salir de la cárcel, Marcello, que vive separado y tiene una hija a la que adora, buscará el modo de saldar cuentas. Garrone filma este cuento de la Camorra con nervio y brutalidad a partes iguales, encontrando la expresión de la violencia en la crudeza y la generación de expectativas casi nunca frustradas. Después de las fallidas Reality y El cuento de cuentos, que se perdían devoradas por su propia ambición, Dogman es una película mucho más controlada y eficaz en su propósito, a la que se le podrá reprochar su simpleza argumental, pero en la que todo camina hacia un mismo destino con admirable energía y solvencia.



Cafarnäum

El premio gordo bien podría caer del lado de la insultante pornomiseria de Nadine Labaki (Caramel), que con la historia de supervivencia de un niño de doce años a cargo de un bebé en las cloacas de Beirut transgrede todos los límites de lo tolerable. Una cosa es el cine con un marcado acento social y bienintencionado que se propone dar voz a los desheredados del planeta mientras alivia la conciencia y encoge el corazoncito burgués, y otra cosa es explotar el miserabilismo y la tragedia de la infancia del modo en que lo hace la directora libanesa en Cafarnäum. No hay volumen ni contraste alguno en lo que cuenta, solo un trayecto rectilíneo para provocar la angustia y la conmoción que funciona mediante la estrategia de la acumulación intolerable (y además con happy end), bajo la premisa de un niño de la calle que ha denunciado a sus padres por haberle dado la vida. No se trata de cerrar los ojos a la abyección y los modos de existencia infrahumanos, sino de acercarse a esa realidad con la pulcritud, el respeto, la complejidad y la distancia que merece. Labaki replica el terror para llegar a la ternura, y en su crónica infame encuentra formas de dejar caer todo tipo de abyecciones: el maltrato infantil, la humillación de la mujer, los refugiados sirios, la trata de esclavas, el tráfico de niños, etc.



@carlosreviriego