Werner Herzog

El director alemán decepciona en el Festival de Toronto con la ficción Salt and Fire pero se resarce con una de sus piezas documentales más memorables, Into the Inferno.

El inclasificable y para este espectador casi siempre adictivo Werner Herzog ha venido a Toronto esta semana con dos películas bajo el brazo. Una ficción, Salt and Fire, y un documental, Into the Inferno. La primera se cuenta manifiestamente entre lo más lamentable y desatinado del autor de Aguirre, la cólera de Dios -alguna señal ya nos había dado el hecho de que solo la hubiera seleccionado el Festival de Shanghai-, mientras que la segunda ingresa con nota entre sus piezas documentales más memorables.



Dado el escaso interés que despierta su nueva ficción, me centraré en la segunda de las propuestas. Basta decir de Salt and Fire que su primera media hora es un despropósito tan infumable que convierte el resto de la película, solo tolerable desde el más compasivo de los sentidos del humor, en una obra maestra. Herzog construye una ficción completamente inverosímil y propulsada por el absurdo como vehículo para denunciar las prácticas de grandes empresas que han puesto en peligro el ecosistema de un inmenso desierto de sal en Bolivia al que ofrece su sombra un volcán en activo. Aparte de ver a Michael Shannon en un papel incluso más disparatado que el que protagonizó en My Son, My Son, What Have Ye Done? -la colaboración de Herzog con David Lynch-, la crónica del secuestro y la supervivencia de una científica abandonada en el desierto con dos niños ciegos parece realizada por un mal imitador del cineasta que una vez hizo El enigma de Gaspar Hauer, Stroszek y Fitzcarraldo.



Una imagen de Salt and Fire

Con La Soufrière, cortometraje que realizó en 1977, Herzog consolidó gran parte de su leyenda de cineasta desquiciado al adentrarse con su cámara en la isla de Guadalupe en busca del único hombre que se había quedado en la isla tras ser evacuada por alto riesgo de que el volcán entrara en erupción. Lo encontró dormido plácidamente a las faldas del volcán. En un bloque de Encuentros en el fin del mundo, el bávaro también exploró el espectáculo de la vulcanología, al que dedica por entero su última película que abre con unas espectaculares imágenes de uno de los únicos tres volcanes del planeta en el que el magma está expuesto directamente a la vista si tienes el valor de subir a la cima y asomar la cabeza para contemplar semejante espectáculo. Allí, cómo no, se planta Herzog para acercarse todo lo que permite su locura al incandescente espectáculo de la lava en permanente ebullición, al borde del vómito definitivo. El filme viaja por diversos rincones del planeta -Tailandia, Etiopía, Islandia…- en compañía del vulcanólogo Clive Oppenheimer, de la Universidad de Cambridge, quien esta vez comparte con Herzog el acostumbrado papel de entrevistador y conductor del filme que ha desempañado en sus valiosos, excéntricos documentales.



Tal y como dice Herzog con su característica voz en off, lo que le interesa del fenómeno de los volcanes no son tanto las evidencias científicas, sino el modo en que "están conectados a un sistema de creencias". Así, entrevista al jefe del poblado Endu, en las islas Vanuatu del Pacífico, quien está convencido de que en el volcán descansan los espíritus de sus ancestros. Explorando distintos puntos de la geografía volcánica del planeta, muestra cómo prácticamente todos los volcanes son percibidos como una divinidad para los habitantes de sus alrededores, de ahí los rituales y formas de culto que históricamente existen alrededor de ellos, como la construcción de un espacio sagrado con forma de gallina desde el que vigilar la actividad del volcán.



Pero el formato documental en manos de Herzog nunca camina en línea recta ni transita por los senderos más convencionales. El argumento mayor de sus películas documentales es siempre un pretexto para ir a la caza y registro de personajes inconcebibles y geniales, porque, como dice un paleontólogo al que entrevista en Into the Inferno "el ser humano es una especie muy interesante". En su itinerario vulcanólogo va a parar el filme a un desierto de Etiopía donde se han encontrado las evidencias más antiguas de los primeros homínidos que poblaron el planeta, hace cien mil años. Emana sin duda este bloque del filme, dedicado a capturar la apasionada actividad de los cazadores de fósiles, como el más interesante de la película. No sólo porque el destino confabula para que el rodaje coincida con un hallazgo extraordinario, pero sobre todo por la aparición de un personaje genuinamente herzogiano, un paleontólogo americano tan cómico, excéntrico y apasionado como los más memorables personajes que han desfilado por la filmografía del autor de Grizzly Man.



La cadena de asociaciones que pone en forma la película alcanza hasta Corea del Norte, el bloque más sorprendente de la película, pues debido a la colaboración internacional establecida con los vulcanólogos coreanos, le es dada la posibilidad a Herzog de entrar con su cámara en el país de Kim Jong-un. Into the Inferno se adentra entonces en otra suerte de infierno muy distinto al de los volcanes, el de un país donde los jóvenes militares cantan himnos al borde del volcán donde su líder casi siempre se fotografía como símbolo de las energías ultraterrenales de la nación. Los entrevistados recitan respuestas cuidadosamente construidas para evitar opiniones personales sobre la sociedad de la que forman parte, la de una población zombi que cree vivir idílicamente en un país sin acceso a internet, sin móviles ni canales de información, expuestos permanentemente a la propaganda patriótica y la creencia de que su líder nació en el cielo y desplegó un arcoiris en el firmamento. Entre la ironía y la circunspección, con ese tono que ha sabido convertir en su sello, Herzog vuelve a mostrar que el ser humano es una especie realmente digna de estudio.