Imagen de la película Mimosas de Oliver Laxe

Los hermanos Dardenne han roto este año su tendencia con La Fille inconnue, probablemente el filme más irrelevante de los cineastas belgas, el filipino Brillante Mendoza se regodea en el miserabilismo de Manila en Ma'Rosa y hay que aplaudir Mimosas de Oliver Laxe por todo aquello que se propone y lleva hasta los límites de la razón, allí donde ya empieza la fe.

La excelencia habitual de los habituales por excelencia de Cannes, es decir, los hermanos Dardenne, ha roto este año su tendencia. La Fille inconnue es probablemente el filme más irrelevante y mecanizado que han hecho los cineastas belgas en su carrera, que no solo no añade nada a su filmografía, sino que comete el pequeño sacrilegio de impugnar algunas de sus prácticas cinematográficas más admirables. Desde su conquista de la gloria de Cannes con la imprescindible Rosetta (1999), especie de zona cero para determinados cines (y autores) del siglo XXI, los Dardenne han ido presentando el rigor espartano de su cine sin faltar nunca a su cita en la Riviera francesa. Una y otra vez, hasta Dos días, una noche, han ido convenciéndonos de por qué ostentan el título de la conciencia moral europea. Su compromiso con los desheredados a través de la tozudez legendaria de sus criaturas, que en términos estilísticos y sentimentales se coloca en el frente opuesto a Ken Loach, es cuanto menos irreprochable. Incluso en sus películas más frágiles, los buenos sentimientos nunca dulcifican la hostil realidad que combaten, día a diá, siempre -menos en El niño y la bicicleta- en su Macondo natal, la ciudad industrial de Liège.



Allí de nuevo colocan a su enésima protagonista femenina, la joven doctora Jenny (Adèle Haenel), rostro de ojos azules que proyectan la mirada de los cineastas sobre el mundo. No sabremos nada de su vida personal. Como ellos, el filme la retrata desde los primeros instantes -hay que insistir en cómo con dos pinceladas son capaces los directores belgas de pintar una personalidad entera, su control absoluto de la gestualidad en la puesta en escena- como un modelo de exigencia profesional, integridad cívica y responsabilidad social. Pero su vida se torcerá cuando alguien llame a la puerta de su consulta y ella no la abra porque ya ha terminado el horario laboral. A unos metros de la consulta, poco después, encontrarán el cadáver de esa persona, que las cámaras de seguridad revelan que era una mujer de color buscando refugio frente a una supuesta amenaza. Otra mujer desconocida que duplica el sentido del título. A partir de entonces, la creciente sensación de culpa se apodera de la conciencia de Jenny, quien se lanza a la causa detectivesca -un pequeño tramo que se desliza por el cine de género, como ocurría en El silencio de Lorna- de identificar a toda costa el cadáver, al que la policía no logra poner un nombre.



Fotograma de La Fille inconnue, de los hermanos Dardenne

En su nivel más visible, la doctora emana como alegoría de la culpabilidad colectiva europea frente a las tragedias de la trata de inmigrantes y la prostitución. El fondo de la propuesta va más allá en su forma de ofrecerse como un tratado sobre las buenas conductas médicas. Y como siempre ocurre con los Dardenne, su lucidez para plantear dilemas éticos y relatos sobre la culpa y la redención está a la misma altura del humanismo laico con el que los resuelven. Gravitan de nuevo por el espíritu esencial de lo que significa la noción de fraternidad en la Europa que levanta muros. Sin embargo, en La fille inconnue asoma la decepción ante una propuesta en la que los cineastas se sienten muy cómodos, prácticamente instalados en el automatismo, carentes de la tensión y el vigor que contagiaba el movimiento perpetuo de El niño y El hijo. Lo más decepcionante, en todo caso, son algunos excesos dramáticos -el padre del niño que es paciente de la doctora- impropios de la precisión de los belgas, y el de un tono general que raya con el sermón.



El filipino Brillante Mendoza, otro habitual aquí, compite con una destilada versión de sí mismo en Ma'Rosa. Pero la quintaesencia del autor de Serbis y Kinatay pasa por la rugosidad, miserabilismo, fango y oscuridad. Su cine es el feísmo no solo de la imagen, sino de la propia vida, de las criaturas que abarrotan el plano como figuras grotescas, condenadas a un destino inevitablemente sucio. Aquí nos embarca en la traumática experiencia de una familia propietaria de una tienda de ultramarinos donde trafican con droga. En una redada son arrestados por la policía de Manila. La primera parte del film pone al descubierto la salvaje corrupción de las fuerzas de seguridad, sus habituales y arbitrarias prácticas de sobornos y brutales palizas a los sospechosos, mientras que la segunda parte sigue el itinerario de los tres hijos de la pareja detenida en sus odiseas por reunir el dinero exigido para corromper a la policía y que dejen libres a sus padres.



En Ma'Rosa incluso el olor de la basura en las calles, reflejo de la moral interior de los personajes, traspasa la pantalla. La pulsión de fatalidad no conoce el pudor en el cine del filipino, y si algo puede ir a peor, irá. Asediando a sus personajes con una cámara digital en constante movimiento, indiferente a los inopinados desenfoques y con cortes de montaje que parecen cuchilladas, Mendoza se regodea en el miserabilismo de su ciudad quizá no tanto motivado por el deber moral -aquella que pueda remover conciencias en el espectador occidental- como por la complacencia estética y la necesidad de imponer un estilo que expulsa cualquier posibilidad de belleza, de poesía, de humanidad de las imágenes. Acaso solo la hija pequeña es capaz de entregar algo de todo ello. Al levantarnos de la butaca solo podemos sacudirnos la suciedad y olvidar cuanto antes lo que hemos visto.



Fotograma de Ma'Rosa, de Brillante Mendoza

En la Semana de la Crítica presentó el gallego Oliver Laxe su segundo largometraje, Mimosas, planteado como si fuera un western desprendido de los códigos y contagios del cine occidental. Estructurada en varios capítulos, basados en las posturas de oración, narra el rito de pasaje cruzando el Anti-Atlas y el desierto marroquí para transportar el cadáver de un maestro sufí a su lugar de nacimiento. La procesión de un grupo de personajes por tierras nevadas, escarpadas y desérticas parece poner en forma la misma sensación de vagabundeo en el espectador, que corre el riesgo también de extraviarse por el viaje esencialmente espectral en el que nos embarca el filme. El desafío físico y espiritual de los personajes otorga a la experiencia una cualidad alucinada, que nos ha hecho pensar en Gerry de Gus Van Sant, en ese trayecto fílmico en el que la corporeidad deviene en fantasmagoría. Resulta intrigante sobre todo cuando nos conduce a ella el personaje que contagia la fe del relato, de la imposible empresa que se traen entre manos, pero se antoja críptica y chirriante en su manifiesta voluntad de abstracción, de retorcer las expectativas.



Este cronista ha sentido que el cadáver era un macguffin, pues el relato lo abandona (literalmente) en una desagradable encrucijada, y lamenta ese innecesario, desconcertante agujero narrativo. Con la misma facilidad con la que el guion despacha la fuerza motora del drama, este espectador ha perdido la posibilidad de sentir la supuesta revelación espiritual hacia el que se encamina. No hay catarsis sino culminación, a pesar del pasmoso final interruptus, en el que fe, amor, muerte y horror se cristalizan en un solo instante. Hay que admirar el modo en que Laxe se mantiene fiel a su salto al abismo, cómo trabaja con el tiempo y sus revelaciones, el provecho que extrae de la textura, la luz y el grano analógicos. Hay que admirar su voluntad de trascender el mero paisajismo de los escenarios naturales que van devorando a las criaturas en el cuadro, su audacia para introducir fugas sonoras y narrativas que implosionan dentro el relato para llevarlo a lugares inesperados. Hay que aplaudir a Mimosas por todo aquello que se propone y lleva hasta los límites de la razón, allí donde ya empieza la fe.



@carlosreviriego