Amy, de Asif Kapadia, explora la vida de la malograda cantante

Más allá de las controversias sobre el empleo de imágenes privadas, el documental de Asif Kapadia en torno al auge y caída de la malograda Amy Winehouse logra convertir la tragedia del rock en un relato escalofriante.

Articular la tragedia, darle un sentido al caos. Hay algo escalofriante en el documental Amy de Asif Kapadia: la inexorabilidad del destino. Por supuesto, no hay lugar para los spoilers, sabemos cómo termina, y si en vida de Amy Winehouse antes de su desaparición a los 27 años tuvimos algo de curiosidad por la suerte que corrió su talento en el agujero negro de la fama, las drogas y el amor, también sabremos por dónde discurre. El drama, inexorable, es bien conocido: ascenso fulgurante y caída a la más oscura de las noches. Regreso a negro.



Hay algo escalofriante, decimos, porque aunque el pathos del relato no nos cause mayor sorpresa, siempre hay que encontrar el ethos que lo haga interesante, que sepa, como decíamos, articular la tragedia y darle sentido (y emoción) al caos. Ahí entra el punto de vista de Kapadia, que no ha rodado una sola imagen para este compilation film: la puesta en forma de multitud de imágenes inéditas procedentes de archivos personales y domésticos alrededor de la cantante. Desde su niñez semirrobada (con un padre ausente) y su adolescencia abonada a los antidepresivos hasta su conocido final. El punto de vista consiste en ordenar todo aquello para que la película establezca un pacto de respeto con la persona(lidad) que retrata y el dolor que padeció.



Imágenes reveladoras

La polifonía de voces que, con una cualidad espectral, comenta y narra la agitada y corta vida de la cantante -familiares, amigos, colaboradores, doctores y, por supuesto, el amor de su obsesión y su perdición, Blake Fielder-, comparte protagonismo con la música y las imágenes de toda procedencia, algunas realmente deslumbrantes (un retrato de la bella y desdichada Amy tumbada en el suelo de la cocina), otras extraordinariamente incómodas, en general todas ellas reveladoras. Sentimos la relación visceral de Winehouse con la música en todo momento -una interpretación en Rotterdam en 2004 quita el hipo-, somos testigos de que la bulimia, el abuso de drogas y la imposibilidad para gestionar la fama fueron tan nocivas para su salud como acaso lo fueron su padre y su marido. El amor es un juego perdido. Frente a Amy y el revuelo formado a su alrededor florecen cuestiones en torno a la ética del documental (y del documentalista) al hacer uso de material tan privado, más allá del pudor, cedido por una familia que se distanció de la película al verla terminada. Cierto que no sale muy bien parada, sobre todo el padre. El filme se extiende y hasta se regocija en los demonios de la cantante y su proceso de decadencia quizá más de lo necesario, sin esquivar el decisivo papel que el acoso de la prensa tuvo en su final, y aún con todo nos alcanza algo que va más allá de la compasión y la admiración hacia la malograda artista. Sabíamos que no era una santa.



Cuando la autora de Rehab -cuya grabación en el estudio oposita como una de las secuencias más fascinantes de la película- reaparece en Belgrado ausente no ya del mundo, sino de sí misma, y se niega a cantar, podemos por un instante entrar en su cabeza. Abandonamos el punto de vista del público desde el que está grabado, desde diversos móviles, el momento y el lugar en el que la artista tocó fondo. El filme ha avanzado con determinación hacia ese preciso instante. Es un logro que no podemos hurtarle. Ni tampoco que nos cuente la historia más antigua del rock -y su letal trinidad de sexo (o amor), drogas y fama- como si la viéramos por primera vez. Regreso a negro.



@carlosreviriego