Chris Hemsworth en Blackhat

Blackhat es la última genialidad de un auténtico estilista, acaso el más extraño de su generación, que parece reescribir conscientemente los códigos que tantas veces ha empleado.

Desde el espacio exterior contemplamos el planeta Tierra como una red de señales eléctricas, sin fronteras aparentes. El mundo conectado por burbujas anaranjadas. De ahí descendemos al universo bajo tierra: la articulación de cables, ventiladores y microchips en el sistema de una planta energética en Hong Kong. En su extraño, hipnótico viaje, la cámara se adentra en los circuitos de comunicación y banda ancha a través de un viaje silencioso, puro vértigo, por la supercomputación. Un viaje que nos recuerda al éxodo más allá del infinito de Kubrick, y que culmina en la explosión de una torre de la planta china al calor del crescendo musical. Es el primer paso del plan maestro del misterioso "blackhat", un hacker determinado a poner el mundo patas arriba con las armas de la virtualidad. El cine del siglo XXI existe para hacer estas cosas tan fascinanetes.



El impresionante arranque de Blackhat es pura cronoendoscopia. En esos términos se refieren Iván Gómez y Fernando de Felipe a los "trampantojos digitales" que simulan el punto de vista inmersivo, más allá de cualquier limitación espacio-temporal, de una trayectoria estética impracticable hasta hace poco con el hiperrealismo de hoy día: el de una bala, una sinapsis neuronal, un proceso cancerígeno, etc. Las posibilidades estéticas (incluso narrativas) que ofrece la tecnología son infinitas, y Michael Mann no desaprovecha la ocasión para embarcarnos en el inquietante viaje cibernético que pondrá en marcha la trama de su ciberthriller. El trayecto de la abyección.



La secuencia de apertura nos da la medida de la ambición estética y atmosférica del film, que como suele ocurrir en el cine de Michael Mann opera en un nivel muy superior a su ambición dramática. De hecho, pareciera que el cineasta norteamericano nos cuenta la misma historia, solo que en otro contexto, que en Miami Vice y Enemigos públicos -mismos héroes frente al sistema, mismos amores imposibles, mismas nostalgias-, y que vuelve a favorecer la fría paleta de luces y colores, la atmósfera emocional, las interpretaciones narcotizadas frente a una dramaturgia esquiva, en algunos tramos banal o incluso indiferente a lo que ocurre en la pantalla. Los tiroteos siguen siendo extraordinarios: el trabajo de sonido es impecable, brutal, ningún otro cineasta extrae tanto petróleo como lo hace él de esas secuencias de acción esculturalmente esculpidas (en los muelles, en las calles, en una plaza tomada por rituales hindús). Las ciudades brillan en su nocturnidad con una cualidad fantasmagórica, y los personajes no dejan de ser siluetas espectrales cruzando la pantalla o perdiéndose en la multidid. La belleza convive con el dolor.



Bajo estos términos, privilegiando el estímulo sobre la dramaturgia, las películas de Mann se abisman cada vez más en la abstracción y las idiosincrasias del nicho de arte y ensayo y no tanto del cine de los multiplex. Y aún con todo, no estamos diciendo que el relato carezca de interés. Lo cierto es que no nos suelta aunque solo entrega un 80% de la información que necesitamos, pero tampoco depara grandes sorpresas. Su recorrido es certero y ambiguo al tiempo, avanza con suma confianza hacia el lugar al que sospechamos que terminará. Pero no nos importa. Lo importante es el viaje, no el destino: esa imagen de unos fugitivos pixelados a través de una cámara de seguridad aeroportuaria. Cuerpos en fuga, más allá de la existencia, es decir, cuerpos filmados por Michael Mann, esos seres que una y otra vez se adaptan al momento y las circunstancias, trascendiendo su pasado y su futuro: personajes instalados en el eterno presente, imposibles de atrapar, aunque continuamente observados. El protagonista, quintaesencia del autor de El dilema, es Nicholas Hathaway (Chris Hemsworth), un hacker que lee en la cárcel a Braudillard, Foucalt, Lyotard y Derrida y que negocia con el FBI la conmutaciuón de su pena si atrapa, junto al Gobierno chino representado por su viejo amigo Chen Dawai (Wang Leehom), al "blackhat" que ha puesto en riesgo la seguridad mundial.



Mann logra coreografiar action pieces con el mero uso de pantallas, dispositivos móviles y toda suerte de interfaces: esta es una película no tanto sobre el ciberterrorismo, sino sobre la caverna digital (virtual) que hemos construido como residencia de la Humanidad. El guion de Morgan Davis Foehl desentraña la investigación con los mecanismos del mundo virtual pero la caza y captura del criminal es puramente física, en un periplo sin pausas tras los pasos del cibercrimen que va de Chicago a los Angeles a Hong Kong y a Jakarta. El retrato de un mundo gobernado por la tecnología, en el que las máquinas dan las órdenes y los hombres las siguen ciegamente. Un golpe de teclado puede provocar el caos indecible. En esa angustia opera la película y esa angustia es la que pretende trasladar al espectador.



El director de Heat se repite a sí mismo, pero esta vez arma una de sus películas más extrañas. El cineasta parece reescribir conscientemente, una y otra vez, los códigos que tantas veces ha empleado, y muchas líneas de diálogo y estereotipos nos remiten a películas anteriores. En todo caso, comprendemos que estamos frente a la última genialidad de un estilista, acaso el más extraño de su generación, y que una vez que hemos "decodificado" su cine -el minimalismo de una compleja trama argumental, el desinterés por el psicologismo de los personajes, la ambición cinemática de la puesta en escena-, no podemos sino oscilar en la fascinación de un cine que navega entre la acción y la introspección, la virtualidad y la corporeidad, el dolor y el éxtasis.