Fotograma de Big Eyes de Tim Burton

Dice Tim Burton que ha dirigido Big Eyes porque se siente identificado con su protagonista, la pintora Margaret Keane que durante los años 60 y 70 arrasó no tanto en el mundo del arte como en el gusto de las masas (y las estrellas de Hollywwod) con sus célebres cuadros protagonizados por niñas con los ojos enormes y tristes. Las figuras de Keane, misteriosas, tristes y con un punto de glamour tienen mucho de ese mismo kitsch que le es propio al cineasta quien dice identificarse con la mezcla de éxito popular y desprecio por algunos sectores que despertó la pintora en vida. Coleccionista él mismo de keanes el filme es tanto una aguda observación de los dilemas del arte en la era de la cultura del espectáculo como una menos lograda radiografía de un matrimonio enloquecido en el que la artista aceptó que fuera su marido quien se llevara la gloria y sus prebendas al adjudicarse la autoría de los cuadros.



Las comparaciones con Ed Wood, quizá la mejor película de Burton, son inevitables en una película que también trata la noción del éxito y el fracaso en el arte profundizando en su verdadera esencia para preguntarse, en definitiva, sobre su verdadera naturaleza. ¿Qué significa triunfar? Se pregunta Burton y aquí, como en Ed Wood, la respuesta está clara, más allá del gusto de los críticos o el público, el éxito consiste en que el artista sea "auténtico".



A partir de aquí, surge el eterno debate planteado por Walter Benjamín en su célebre El arte en la era de la reproductibilidad y la cuestión de su "vulgarización". Burton, un director con un universo propio que al mismo tiempo alcanzó en los 90 un éxito descomunal en el terreno comercial que puede observarse sin ir más lejos en la profusión de tazas, edredones o muñecos articulados inirados en Pesadilla antes de Navidad en realidad se defiende a sí mismo con esta película.



La maravillosa Amy Adams interpreta con convicción a la pintora, una mujer sensible y entregada a su pintura con una notable incapacidad para venderse a sí misma. Su marido, el muy bribón Keane, al que da vida Christoph Waltz, aprovecha las debilidades de su esposa para tiranizarla, la encierra en una habitación a pintar, al tiempo que se pega la gran vida a su costa. El tono del filme, entre una suerte de comedia chispeante sobre los placeres y rigores del éxito así como una parodia de los vericuetos del ambiente snob del arte y el melodrama desatado, no acaba de explicar muy bien por qué una mujer de la inteligencia de la protagonista acaba devorada por las garras de un patán y resulta mucho más convincente como reflexión sobre los dilemas del arte y la cultura en tiempos mercantilistas. Y eso sí tiene algunas secuencias memorables como esa última del juicio en la que Waltz muestra quizá por primera vez el verdadero patetismo de su personaje.