Imagen de Adiós al lenguaje, una forma diferente de cine

El título es desafiante. Adiós al lenguaje, la última y quizá definitiva película-ensayo del genio Jean-Luc Godard, entrega lo que promete: despedirse del lenguaje antiguo para dar paso a otra forma de cine. Es casi un crimen cultural que en cines españoles no pueda verse en 3D, como fue concebida, pero aun así la experiencia merece la pena.

Estado de la cuestión: "Debido al rechazo de los exhibidores a proyectar Adiós al lenguaje en su formato original 3D, nos vemos obligados a presentar la película en 2D tal y como se verá en nuestro país. Entendemos que no es la intención original de su director, pero preferimos también que se informe de la película sin que haya lugar a confusión por parte de los espectadores" [Nota de prensa de la distribuidora Vértigo].



Adiós al lenguaje, efectivamente. Adiós al lenguaje (estereoscópico) con el que Jean-Luc Godard, genio del arte cinematográfico por más que pese a multitudes (y exhibidores), trata de reinventar el cine. De hecho, reinventa el cine. O lo que queda de él.



De las 906 salas en 3D actualmente existentes a lo largo del territorio español, que abren sus pantallas a engendros de la tridimensionalidad artificial (esto es, películas concebidas en 2D pero "hinchadas" para su estreno), ninguna ha tenido a bien reservar una mínima franja horaria (la película dura 70 minutos) para dar cabida a una de las contadas propuestas que realmente entienden la imagen estereosópica con sentido creativo, revolucionario, transformador. [Podríamos añadir trabajos de Herzog, Wenders y Scorsese, que sí se estrenaron en condiciones óptimas]. Una película que nace para ofrecer nuevos sentidos perceptivos al séptimo arte, que dice adiós a un lenguaje antiguo para mostrarnos (con evidencias) uno nuevo. Si esta era la revolución que buscaba James Cameron, lo ha conseguido. La estética tridimensional le pertenece.



¿Entonces? ¿Cómo hablar de un filme visualmente embriagador y textualmente críptico cuando el grueso de su fascinación nos es hurtada? Advertido queda el lector, entonces, que gran parte del magnetismo poético de Adiós al lenguaje desaparece de las salas españolas sin apenas dejar rastro. Desaparece su reformulación de la profundidad de campo, desaparece la doble exposición que nos invita a ver algo con un ojo (una mujer desnuda oliendo un ramo de flores) y otra con el otro (un hombre observándola al otro lado de la habitación).



En todo caso, ya lo sospechamos tras la epifanía en Cannes, en la crónica escrita tras la presentación al mundo de la película, bajo la certeza del momento histórico: "Es harto improbable, por no decir imposible, que la película se vuelva a proyectar así, en 3D, al menos en España. ¿Algún distribuidor con apetitos comercialmente suicidas? Aunque pensándolo bien, si las exposiciones de Rothko o de Pollock convocan tantos visitantes a los museos, ¿por qué no debería hacerlo el arte de Godard en las salas?".



Pero escuchemos a Godard, siempre a contracorriente, aunque sea de sí mismo: "El 3D no aporta nada, pero quizá pueden hacerse cosas de manera diferente, porque todavía no hay reglas". Adiós al lenguaje es un poema visual y también un criptograma subversivo, el contenedor de las máximas godardianas que, a día de hoy, nos ayudan a desentender un mundo acaso tan impenetrable como el genio del cine contemporáneo, el mismo que inventó el cine moderno y ya está de vuelta de todo. De las imágenes sin reglas al texto rizomático, fragmentado, polisémico, también sin leyes. Citas que se superponen a los audios que se superponen a las imágenes, brumosa y translúcidamente, de manera que las múltiples capas de texto que, al menos desde sus Histoire(s) du cinema, conforman el cine solipsista del autor de Al final de la escapada, encuentra su equivalente perceptivo en la triple dimensionalidad.



En su despedida del lenguaje (¿del cine, como ha dado a entender?), no hay historia o la que hay es muy simple. Escribe Godard a modo de poema-sinopsis: "La idea es simple / una mujer casada y un hombre soltero se conocen / se aman, discuten, los puños vuelan / un perro extraviado entre la ciudad y el campo / las estaciones pasan / el hombre y la mujer se reencuentran / el perro se encuentra a sí mismo entre los dos / el otro está en uno / el uno está en el otro / y son tres / el marido lo echa todo a perder / una segunda película empieza / igual que la primera / y a la vez no / de la raza humana pasamos a la metáfora / que termina en un ladrido / y el llanto de un bebé". La clave, nos atrevemos a decir, está en el perro. Un perro filosófico. En sus soliloquios que son los de Godard, quien busca en otro ser que no sea el hombre un canal para decir las cosas como antes nunca se habían formulado, desarticula el mundo con la certeza de que hasta ahora nuestros ojos nos han fallado. Y cita a Monet: "Hay que pintar lo que no vemos". El dispositivo es complejo. El contenido solo arbitrario en su apariencia. La historia del hombre y la mujer -¿cuál es el verdadero tiempo de una relación?- cohabita en desafiante equilibrio con reflexiones sobre la memoria histórica y la melancolía de un mundo que ha muerto y otro que debe empezar. Como ocurrió en el albor del XIX, cuando Mary Shelley escribía Frankenstein a la sombra de Lord Byron. Godard emprende la fuga y nos traslada a ese siglo en que nació el cine prometeico, alumbrando la era de fantasías y arrogancias humanas. "Hay momentos en los que la naturaleza debe vengarse -asegura el cineasta-. Los meteorólogos solo hablan con un lenguaje científico, no hablan de filosofía. No se escucha la manera como un árbol filosofa". O, ya puestos, un perro. El perro de Godard.