Léa Seydoux y Vincent Cassel en La bella y la bestia.

En los últimos tiempos hemos visto versiones modernas, y con actores de carne y hueso, de clásicos como Blancanieves (en Hollywood y en España) o Caperucita Roja (dirigida por Catherine Hardwyck) y ahora llega con toda la pompa la francesa La bella y la bestia, en la que Christophe Gans (Silent Hill) pretende contarnos el clásico mito partiendo del original literario de Gabrielle Suzanne de Villenueve de 1740. Sutilezas que quizá el espectador, conocedor de los trazos generales de la historia, muy posiblemente no captará ya que esencialmente sigue siendo lo mismo: un príncipe víctima de una maldición que solo podría romperse si conquista el corazón de una bella mujer. Vincent Cassel es el príncipe maldito y Léa Seydoux (Adèle), la bella. Gans aprovecha la ocasión para crear un espectáculo fastuoso en el que dar rienda suelta a toda su capacidad para el barroquismo audiovisual sin preocuparle demasiado que está prácticamente todo el rato al borde del empacho y el mal gusto.



Lo barroco siempre ha sido mucho más peligroso que lo austero y comedido y Gans sale vivo del envite gracias a un derroche de imaginación que a ratos apabulla pero que termina fascinando por su capacidad para crear imágenes, paisajes y atmósferas que desprenden un verdadero aire de romanticismo. Lo romántico es precisamente el punto de partida de un filme que quiere reducir la leyenda a su esencia, esto es, la capacidad del amor para sanar corazones y la facultad del odio y el rencor para convertirnos en monstruos. Todos los elementos del romanticismo están allí: la exaltación de la vida bucólica y pastoril, las rosas rojas, el hombre valiente y luchador pero también soñador y melancólico y la heroína de corazón tan puro e intachable como pueda serlo el de una mujer vista desde el idealismo.





Vincent Cassel caracterizado como la bestia.



Gans ha creado una película ambiciosa y muchas veces deslumbrante que sienta como meterse dos menús del McDonald's seguidos y deja mejor sabor de boca. Hay una apuesta clara y valiente por lo excesivo que pretende devolver a la pantalla no solo el gusto por el espectáculo "total", también la querencia por las historias a la antigua en la que las emociones eran elevadas y los sentimientos no tenían ambigüedades. Fábula eterna sobre la soledad y la necesidad de encontrar el afecto, Gans contrapone el mundo penoso de riquezas y tesoros de la bestia con la vitalidad y belleza de la humilde casa de la bella para volver a contarnos aquello de que "la belleza está en el interior". El mito de La bella y la bestia sigue tan vigente hoy como lo estaba hace doscientos cincuenta años y quizá más vigente, en esa bestia enjaulada y herida del corazón no es difícil ver a uno de esos millones de chicos solitarios que habitan encerrados en sus pequeños palacios de tecnología anhelantes por encontrar quienes vean detrás de su rareza su belleza real.