Fotograma de Boyhood, de Richard Linklater.

Olvídense de que Boyhood ha tardado más de doce años en rodarse, los mismos que abarca un filme que pretende captar en tiempo real el crecimiento de un niño desde que tiene 6 hasta que cumple 18. Lo importante, lo realmente importante, no es que Richard Linklater (Houston, Texas, 1960) haya tratado de desafiar las leyes del cine que dictan que no se puede captar la maduración sin recurrir a maquillaje y efectos especiales. Lo verdaderamente importante es que Boyhood es una de las películas más importantes del cine contemporáneo, una obra cinematográfica llamada a marcar la historia de este arte que sigue siendo joven. Y lo es porque Linklater logra captar, con una sensibilidad no apta para la mayoría de los cineastas, algo tan inaprensible como el tiempo. El tiempo que se nos escapa de las manos, ese tiempo que siempre "es ahora" como dicen en un diálogo aparentemente banal de la película, y que es la sustancia de la que está hecha la existencia. Porque la vida no es más que tiempo.



Desde su infancia hasta su marcha a la universidad, Boyhood sigue los pasos de Mason (Ellar Salmon), un niño de clase media estadounidense (que vive mejor que la española) inquieto y sofisticado, que lleva como puede su tormentosa situación familiar. Su madre (Patricia Arquette) es una mujer con buen corazón y luchadora con tendencia a enamorarse de los hombres equivocados, normalmente hombres con marcadas tendencias reaccionarias. Su padre (Ethan Hawke) es un músico frustrado de vida bohemia y desordenada que acaba siguiendo el camino de la "normalidad". Mason y su hermana, la graciosísima Tammy (Tamara Jolaine), crecen a bandazos, como todos, tratando de adaptarse a las numerosas mudanzas de su madre y sus matrimonios frustrados y al afecto de un padre simpático y entrañable pero lejano.



Boyhood no cuenta nada extraordinario si consideramos que nuestra propia vida (en la que no suele haber asesinatos, visitas extraterrestres ni cosas por el estilo) no lo es. Lo más hermoso de la película es cómo, a través del imparable crecimiento del chaval, percibimos con una claridad demoledora y profundamente emotiva el paso inexorable de nuestra propia vida, ese discurrir del tiempo que nos aboca a una muerte segura y donde no existen las segundas oportunidades para volver a vivir lo que ya vivimos. Muchas películas han tratado de superar la narrativa para llegar a las cimas de la poesía, pero muy pocos directores (Tarkovski, John Ford, Vittorio de Sica y alguno más, no muchos) lo han conseguido. Boyhood penetra en nuestros sentidos de forma liviana y graciosa, como sin querer para encontrar su trascendencia no en el subrayado o el delirio místico sino en la pura constatación de la renovación de los ciclos, de lo efímero y sustancial de nuestro paso por el mundo.



Ha habido más películas en la Berlinale pero hoy se ha escrito un episodio de la historia del cine. Y durante generaciones, personas de todo el mundo se seguirán emocionando con una película inmensa.