Una de las colas que se formó durante la fiesta del cine del pasado mes de octubre

Especial: Lo mejor del año

Decía el teórico George Steiner que una de las funciones de la crítica (y del arte) pasa por "ampliar y complicar el mapa de la sensibilidad". A la confortable tradición crítica, acomodada en el apocalipsis de la nostalgia cinéfila, no le ha quedado más remedio que responder a ese insoslayable requerimiento en un año en que, definitivamente, las señales de un cine determinado a resquebrajar toda una serie de conceptos -la ruptura de convenciones estéticas y argumentales, la apertura de nuevas ventanas y formas de producción, el relevo generacional de unos autores inscritos en la cultura audiovisual del tercer milenio, etc.- ya son plenamente visibles.



Aquello que era tan evidente para algunos tiempo atrás, como reflejaron ya las votaciones de 2012 de El Cultural, no ha podido ser ignorado por las miradas consabidas y hasta institucionales, y el empuje de ese "otro cine español" que hasta hace no mucho se observaba con escepticismo, es a día de hoy, como consecuencia de un año extraordinariamente rico en propuestas audaces y revulsivas, una realidad ineludible. Las cinco películas españolas que los críticos han considerado lo mejor de 2013 -y que podrían haber sido muchas más: Los ilusos, Caníbal, La casa Emak Bakia, Ilusión, Arraianos, Historia de mi muerte, Costa da morte, Dime quién era Sanchicorrota…-, parecen responder plenamente a esa necesidad de ampliar y complicar el mapa de la sensibilidad cinematográfica.



Son todas ellas películas de carácter posibilista, que no se plantean quimeras de producción, elaboradas al margen de casi todo -Gente en sitios, Mapa, El muerto y ser feliz-, realizadas por cineastas debutantes -Fernando Franco, León Siminiani, Mar Coll- o nombres sin el marchamo popular -Juan Cavestany y Javier Rebollo-, que lidian con varios de los desafíos fílmicos más estimables del cine contemporáneo y que se ofrecen como alegorías de un país que, como en la película de Cavestany, tiene que aprender de nuevo a caminar y respirar. Desde la honesta y necesaria militancia, sus fotogramas respiran la transformación de paradigmas, ahora que los "prescriptores" del cine ya no solo son los estrenos comerciales. Y es que los márgenes ya han tomado el centro. Al menos desde el punto de vista creativo. He ahí una paradoja en un año de múltiples paradojas. Cuando desde el Gobierno hemos escuchado ataques a la calidad de nuestro cine y las ayudas institucionales se han visto reducidas a cenizas, los creadores han respondido con obras de enorme talento, tanto numérica como cualitativamente, capaces de dar cuenta de las mutaciones del objeto-cine, y que así han sido reconocidas en espacios fuera de nuestras fronteras. Cuando los agoreros lloraban la desaparición de la curiosidad del espectador, surgen nuevas zonas de visionado, salas alternativas y toda suerte de plataformas. Cuando se pinta con pesimismo el futuro de las salas (y del cine entendido como experiencia colectiva), una iniciativa como la Fiesta del Cine viene a mostrarnos que el problema no son las películas, sino el abusivo precio de las entradas, incrementado por el IVA.



Sí, el mapa de la sensibilidad se ha ampliado. Lo ha hecho en nuestro cine español de un modo manifiesto, apostando por la plena regeneración del marco y el contenido creativo -como los cines argentino, rumano o filipino lo hicieron hace unos años, en periodos de tránsito para su realidad social-, en pleno contraste con el aparente conservadurismo que arrojan las creaciones extranjeras más valoradas por nuestros críticos. Realizadas todas ellas por consolidados cineastas americanos y europeos -Tarantino, Anderson, Linklater, Kechiche, Sorrentino-, no dejan de ser grandes obras, arte libre y genuino, pero no "complican" la sensibilidad cinematográfica del modo en que lo han hecho los españoles. Ese enriquecimiento de la(s) pantalla(s) sí debemos celebrarlo como la verdadera fiesta del cine.