Rosario Dawson en Trance, de Danny Boyle

El impacto de 'Origen' ha hecho mella en la industria. En 'Trance', un 'thriller noir' basado en una TV-movie británica, Danny Boyle construye un ingenioso mecano que pone en escena los laberintos de la mente y la memoria. Ladrones de arte, hipnoterapia y un explosivo triángulo sexual traen de vuelta la energía cinemática del director de 'Trainspotting'.

Pecaremos de herejes, pero las huellas de Alain Resnais recorren el sinuoso trayecto de la última película de Danny Boyle. Trance entra en la categoría de esos filmes en los que el concepto de "realidad" es tan flexible y tan indeterminado que nunca podemos fiarnos de su narrativa. Todo acontece en un universo mental fracturado y engañoso, construido desde la narración en tercera de persona de un personaje con amnesia, en el que los espacios hablan con más verdad que las palabras. La puesta en escena de la memoria. Pero quizá no hay que irse tan lejos. Trance nos obliga a pensar en películas recientes como Shutter Island y Origen, habilidosos thrillers que se abrían paso en los laberintos de la mente. En todo caso, eran más manifiestas que en Boyle las deudas de Scorsese y Nolan con El año pasado en Marienbad (1961), especie de canto fúnebre al relato perdido, en el que desaparecía el narrador invisible del cine clásico y el autor entraba en escena con todas sus consecuencias, dejando al descubierto los mecanismos del relato. Su deconstrucción se disolvía en los pliegues del recuerdo y los laberintos del deseo.



Resnais efectivamente reformuló el concepto de "película puzzle" hasta entonces patrimonio de Ciudadano Kane (1941), si bien este objeto retorcido llamado Trance se adscribe con más evidencia a ese club de películas donde la pérdida de la memoria se asocia al film noir y al melodrama. "Trance tiene una atmósfera de cine negro, aunque no lo sea exactamente. Queríamos tomar algunos de sus ingredientes, como la femme fatale, y actualizar el género. Eso es lo que más me gusta hacer", explica Boyle. De hecho, podemos entender Trance como un cruce hitchcockiano de Recuerda (1945) y Marnie, la ladrona (1964), que, como ya hicieron Fritz Lang en Secreto tras la puerta (1947) o Mankiewicz en De repente, el último verano (1959), recurre al psicoanálisis para hacer revivir los recuerdos del protagonista y armar las piezas sueltas del drama. Trance es un relato (deconstruido) sobre ladrones de arte, traición y recuperación de la memoria (vía hipnosis) que se funda en los presupuestos de un noir londinense pasado por el filtro de Bergson y Freud, en el que sexo y amor (el hechizo sensual de Rosario Dawson) ejercen de elemento catártico. La energía que recorre el mosaico de imágenes oníricas de Trance, y su condición de entretenido juguete psicoanalítico, devuelven al exaltado director de Trainspotting y Slumdog Millionaire a las pantallas mundiales.



El hombre sin pasado

Hay que concederle a Boyle cuanto menos su capacidad para entrar y salir del mapa del cine contemporáneo desde que con Trainspotting forjara su leyenda de director pop extremo y desacomplejado. Llevando ahora al cine el guión de Joe Ahearne, que escribió y dirigió para la televisión británica, pone a prueba su radar de superviviente y se incorpora a todo un espectro de películas contemporáneas tramadas por el denominador común de la memoria y el olvido (ahí entrarían también Cronenberg, Lynch, Kauffman, Kaurismäki...), convertida en estos tiempos en una verdadera obsesión narrativa, como si la complejidad del mundo solo pudiera fundarse en los hombres sin pasado. En hombres, por ejemplo, como Simon (James McAvoy), un ladrón infiltrado en una casa de subastas que es incapaz de recordar dónde escondió el botín (un cuadro de Goya), de manera que sus compañeros de delito le obligan a someterse a un tratamiento de hipnosis para despertar la memoria perdida. Arranca así un flujo de verdades deformadas, pistas falsas y mentiras incompletas que juegan con la mente del espectador. Del mismo modo que ningún personaje puede fiarse de nadie, nosotros tampoco podemos confiar en el sentido recto de las imágenes, que Boyle somete a su particular concepción bombástica y furiosamente musical del montaje. ¿Qué queda? El esclarecimiento o la apoteosis de la confusión.



El guión de Ahearne, pulido por John Hodge (autor de los cuatro primeros filmes de Boyle), se funda en un triángulo de intereses, pasiones y secretos, un protagonismo compartido por Simon, el líder de la banda Franck (Vincent Cassel) y la doctora Elizabeth Lamb (Rosario Dawson), en el que la hipnoterapia y los gánsters forman una combinación de tonos tan insólita como improbable.



Quizá el verdadero puzzle a resolver en Trance sea su ecuación sexual. El palpable erotismo de Dawson nubla todos los movimientos a su alrededor, invitándonos a seguir las decisiones estratégicas del triángulo sexual a través de un cristal empañado por el deseo. En su obsesión por ir siempre por delante del espectador más astuto y de colmillo retorcido, Trance convierte a sus personajes en peones de un tablero de juego llamados a satisfacer determinadas necesidades narrativas, cuyas motivaciones no necesariamente responden a la consistencia psicológica. Simon, Franck y Elisabeth son oficiantes de una liturgia sexual y criminal, piezas de un mecano fundamentado en las artes de la manipulación que busca un corazón acaso inexistente.



La amnesia del filme llama a la amnesia del espectador. La amnesia entendida como una forma de resistencia frente a la melancolía. Si nada se recuerda, nada puede atormentarnos. Al final de Trance, la hipnoterapeuta Lamb pregunta a uno de los personajes si quiere olvidar lo que ha vivido (lo que hemos visto), y esa pregunta suena inevitablemente como la cuestión final que el director lanza al espectador. Si el mecanismo dramatúrgico de Trance es la recuperación de la memoria, el espectador efectivamente deberá dar marcha atrás en su recuerdo para recomponer los detalles de la trama, que una vez armada no es tan intrincada como sugiere la ingeniería de un retorcido guión con múltiples desenlaces. El rizo que se riza rizomáticamente. El desafío de Boyle no pasa tanto por narrar una historia como por encontrar la forma de disfrazar los pasos que da para recomponerla. El espectáculo ornamental se impone a la sustancia dramática. El tema propone el estilo y el estilo fagocita el tema. Y así nos invita Boyle a entrar en su frenético trance.