Bruce Dern y Will Forte en Nebraska



Las razones de la sangre. Lo que quedará de nosotros cuando nos marchemos. Nuestro legado y descendencia. Alexander Payne ha explorado estos asuntos con invariable lucidez en su estimable filmografía, construida casi exclusivamente a golpes de road-movie que funcionan como viajes de descubrimiento (excepto Election), y lo ha hecho con mayor o menor equilibrio entre las partes del dramedy, con mayor o menor acierto y emoción. Los descendientes supuso a su modo un punto de ruptura respecto a filmes como Entre copas o A propósito de Schmidt, aunque solo fuera porque era la primera de sus películas que no escribió. Lo mismo ocurre con Nebraska, escrita por Bob Nelson, pero eso no impide que esta conmovedora historia de filiaciones fotografiada en blanco y negro, centrada en un hijo (Will Forte) que en un improvisado viaje al hogar va encontrando el modo de entrar en la impenetrable mente de su anciano padre (Bruce Dern) y restituir su dignidad, emerja como su filme más sólido hasta la fecha, generando una sonora ovación en Cannes.



Nebraska no tiene nada que ver con el álbum de Bruce Springsteen (de hecho, el tema homónimo glosaba la historia criminal de Kit y Holly, filmada por Terrence Malick en Malas tierras), pero su trazado emocional sí es análogo al de Una historia verdadera. La obra maestra de David Lynch bien podría ser algo más que una inspiración resonante en la película. El resultado, sin embargo, no es tan profundo ni conmovedor, quizá porque los retratos de Payne de la particular (y cómica) tipología del poblador del Medio Oeste rayan en ocasiones lo caricaturesco, con una tendencia al humor fácil que siempre ha estado pegada a la piel de su cine. Aún y con todo, la melancolía que impulsa esa búsqueda del pasado, con la deliciosa participación de Junn Squibb en el papel de la madre (verdadera portada de la memoria histórica familiar), y la emotiva relación filial que en ella se origina, no se ve en modo alguno neutralizada. El sentido pictoricista con que Payne filma los paisajes hopperianos juegan un papel esencial en todo ello. Su cualidad de fin del mundo (de una América que envejece y se muere) genera un verdadero estado del alma, el de unos paisajes vacíos, agrestes y polvorientos que funcionan como apéndices anímicos del interior del drama y los personajes. Imposible no pensar en el mejor Bogdanovich, el de La última película y Luna de papel.



Payne es un poeta del Medio Oeste americano dotado de una cualidad especial para profundizar, siempre desde la aparente ligereza cómica, en las razones profundas de sus personajes, que casi nunca se explicitan en los diálogos, sino en el flujo de las relaciones que establecen entre ellos. Estila una comprensión humanista, proyecta un afecto y sensibilidad hacia sus criaturas infrecuente en el cine, que con Nebraska parece conquistar una cima hasta ahora no escalada en su filmografía. Ha ido afinando el trazo de sus pinceladas y la inteligencia de su mirada. Al final de un agridulce viaje de 800 kilómetros, de un pueblo de Montana a otro de Nebraska (el ‘macguffin' es cobrar un falso premio de un millón de dólares), tras el reencuentro con viejos amigos y la visita a una casa abandonada, el pretérito de la familia Grant, y sobre todo los secretos un padre afectado de incipiente demencia senil, se revelan para ser exhumados frente a nosotros con una densidad que parece improbable de alcanzar con tan pocos elementos, con tan poca información, más con silencios que con palabras. La ovación fue justificada.



Robert Redford en All Is Lost, de J. C. Chandor

También procedente de Estados Unidos, pero fuera de concurso, se ha presentado el segundo largometraje de J. C. Chandor, el autor del thriller financiero Margin Call. El tema es el mismo pero el tratamiento es opuesto. Si en Margin Call articulaba la crisis económica en la verborrea de unos ejecutivos en pánico ante el desplome de la banca mundial, en All is Lost apuesta por el rigor de la metáfora y el silencio absoluto. Ni una sola línea de diálogo y un solo personaje. O mas bien dos: Robert Redford y el océano. El viejo y el mar. Es esta la crónica exhaustiva de un naufragio, la batalla de un hombre por su supervivencia (la interpretación de Redford, pura contención, es magnífica), filmada casi como un documento observacional sin ataduras efectistas, como una experiencia extrema frente a la furia del océano que, a pesar de sus manifiestas virtudes -el rigor del planteamiento y la solvencia del desarrollo, el pulso narrativo y la ausencia de ataduras melodramáticas-, no logra generar la tensión que esforzadamente busca. Somos testigos expectantes del drama (¿sobrevivirá?), pero no logramos habitar la soledad y el abandono, sentirlos como propios.



Semejante dispositivo bien podría ser la prueba de fuego de cualquier cineasta. Encerrarse a lo largo de dos horas en un espacio cerrado (primero un velero y luego un bote de supervivencia), espiando con detalle la desesperación y los gestos de un solo personaje y persiguiendo el ritmo necesario para que, como el náufrago, no abandonemos la esperanza ante el milagro, representa un verdadero tour de force. Los resultados pueden ser catastróficos. No es el caso de All is Lost, que al final cumple satisfactoriamente con sus ambiciones, evitando además la épica triunfal y sentimentalista (o espiritual, como Ang Lee en La vida de Pi). La metáfora que envuelve un relato tan sencillo, pero tan difícil de representar en la pantalla sin caer en el aburrimiento o el espectáculo de saldo, no cesa de apelar al naufragio financiero. Las pistas son escasas pero significativas. Ante la inminencia de su final, el hombre escribe que todo está perdido y pide perdón por ello. Su velero ha colisionado con un container a la deriva cargado de zapatillas supuestamente fabricadas en Asia (es el océano Índico), todos los recursos de una semi-lujosa embarcación perfectamente equipada para hacer frente a las embestidas van desplomándose a su alrededor, relevándose inútiles, tragados por el mar. Quedan finalmente solos, enfrentados a cara descubierta, el hombre y el océano. La condición humana reducida a la nada material, completamente incomunicada, donde solo cuentan el valor del ingenio, el estoicismo y el coraje.