Ryan Gosling en Only God Forgives, de Nicolas Winding Refn



Un día más en Cannes y otra incógnita se despeja. Lo nuevo de Nicolas Winding Refn no es otro Drive, así que los adeptos al crowdpleaser del australiano, sin duda su película comercial, ya pueden olvidarse de recuperar las sensaciones del que se convirtió en el filme más cool del año pasado tras presentase, precisamente, en la competición de Cannes. Only God Forgives es otra cosa, aunque también la protagonice Ryan Gosling. Si acaso es un fanpleaser, es decir, que aquellos que hayan ido más allá en la filmografía de Winding Refn (Valhalla Rising, la trilogía Pusher, Bronson, Fear X, etc.) probablemente se sientan más familiarizados con esta producción que cruza la serie B del noir asiático (la ha filmado en Bangkok con un humilde presupuesto) con la sofisticación del arte conceptual. De hecho, el propio cineasta dice que esta película es la suma de todas su anteriores, su consecuente lugar de destino... No sé si es para tanto, pero desde luego está más en sintonía con las ambiciones de un cineasta decidido a entrar en el club de los grandes.



De nuevo, eso sí, entrega un drama ultraviolento protagonizado por hombres torturados. Julian (Gosling) es un americano fugitivo de la justicia que dirige un club de boxeo en Bangkok como tapadera de una organización criminal liderada por su madre (Kristin Scott Thomas), que clama venganza contra los asesinos de otro de sus hijos, quien ha masacrado salvajemente a una prostituta. En un bando, los americanos expatriados; en el otro, el misterioso ex-policía Chang (Vithaya Pansringarm) y sus secuaces, convertidos en jueces y ejecutores contra el crimen. El aspecto más interesante de la trama es que Winding Refn transforma el escenario prototipo de una clásica crónica de venganza en una sangrienta pesadilla sin lugar para heroísmos, si acaso solo para los espectros de un universo nocturno y desquiciado, de cuerpos flotantes y miembros descuartizados, en el que los justicieros cantan en un karaoke canciones sobre sueños inaccesibles.



Como un sueño impenetrable, efectivamente, podremos recordar Only God Forgives. Un sueño que siempre está al borde de fracturarse, vencido por el peso de su artificiosidad, por su insólita abstracción. El motor es el silencio de un hombre y la deconstrucción de una trama en el que flashes visionarios se confunden con un drama hiperestilizado, de personajes que se mueven como oficiantes en un liturgia brechtiana, habitando espacios de neón visualmente sofisticados. El tratamiento onírico de la puesta en escena, la precisión de un montaje que apenas revela lo justo para armar las piezas, nos invitan a perseguir los fantasmas de una pesadilla criminal que recompondremos sin esfuerzo, hasta un tramo final salvaje y sorprendente, de resonancias mayores de las que podíamos sospechar. Los fantasmas que persigue Windign Refn -los personajes se mueven ralentizados, como cuerpos vacíos- son también las poéticas de Lynch, de Kitano, de Suzuki, de Wong Kar-wai, de Johnnie To, Ratanaruang y demás estetas asiáticos. El formalismo plástico de Only God Forgives y sus estallidos gore se imponen invariablemente al impacto del drama, que adquiere una consistencia indefinida, si bien el australiano mantiene el equilibrio a pesar de sus radicales ambiciones, nos hipnotiza y nos altera, nos suelta y nos atrapa, y acabamos navegando por su sueño inaccesible sin querer despertarnos.





Escena de La vida D'Adèle. Chapitre 1 et 2, de Abdellatif Kechiche



Si alguien echaba de menos que finalmente Lars von Trier no presentara Nymphomaniac, el que está llamado a ser su film porno de auteur, el sexo explícito en secuencias largas y naturalistas, como no se recuerdan haberse visto antes en Cannes (y en ningún otro festival que no sea de porno), sumergiéndose con complacencia en el placer del misterio femenino y el deseo lésbico, corrió a cargo de Abdellatif Kechiche, sin duda uno de los cineastas franceses más dotado de talento hoy en día. La escurridiza Cus-cús y su tercer largometraje, aún inédito en salas españolas, La venus noire, conforman sin duda una de las filmografías más admirables del último cine galo. Esperábamos algo importante de las tres horas de La vida D'Adèle. Chapitre 1 et 2 (suponemos que le seguirán más entregas) , y efectivamente, con esta sencilla historia de un amor y deseo pasional a lo largo de los años entre Adéle (la debutante, extraordiaria Adèle Exarchopoulos) y Emma (Léa Seydoux, la reina de esta edición del certamen, mostrando también sus encantos en la notable Grand Central, de Rebecca Zlotowski), Kechiche se oposita como firme candidato al gran premio del 66 Festival de Cannes.



Probablemente no eran necesarios 180 minutos para relatar la iniciación juvenil de Adèle al imperio de los placeres y su posterior batalla contra la soledad en la edad adulta, pero precisamente una de las virtudes de esta exploración del deseo que propone Keciche es el modo en que hace fluir las imágenes para que se acomoden al tiempo de los sentimientos. Fluyen como si fueran las páginas de un diario, la crónica afectiva de un tiempo de convulsiones. En su trayecto amoroso, con tantas rosas como espinas, Adèle se descubre, se pierde y se encuentra en su cuerpo y en el de su primer amor. Kechiche filma el deseo de sus protagonistas como si encontrara el de las propias actrices, es decir, el placer mas íntimo, que también puede ser el más doloroso. Pero evidentemente ese deseo es fabricado. Puede que ni el sentimiento romántico del drama, ni su retrato de las distancias sociales y las aspiraciones profesionales, escale a las cumbres impuestas por el éxtasis carnal de las dos largas secuencias centrales - de acrobacias lésbicas y orgasmos múltiples, completamente libres de artificio-, pero en el modo en que ambas actrices parecen habitar el cuerpo de sus personajes se refleja el modo en que Kechiche, de un talento extraordinario, busca en los intersticios entre la verdad y lo representado. El deseo es el motor del cine.