Abbas Kiarostami. Foto: FIF/LF

Son muy pocas las películas que todavía tienen fe en el cine. La mayoría se filman desde la certeza, como sucedáneos de modelos que encuentran su valor y su impacto en aquello a lo que remiten. Todo parece estar inventado, todo son viajes de ida y vuelta a territorios conocidos. En la medida en que alteren los estímulos del espectador (generalmente por la risa o la lágrima fácil), en la medida en que industria, críticos y jurados de festivales puedan colocarlas en compartimentos estancos bien reconocibles, será juzgado el talento de sus directores. Esa es la norma. Sobre todo en Cannes, donde el volumen de películas y el ritmo que impone su programación impide tomar la debida perspectiva. Los cineastas que llenen la pantalla de signos de interrogación serán severamente castigados. Pero en verdad, los aplausos y los abucheos después de las proyecciones no significan nada, sólo sirven para prender la chispa de ciertas leyendas y para que los informadores tengamos algo con que titular.



Por eso un filme tan sabio y tan bello como el nuevo trabajo del iraní Abbas Kiarostami, Like Someone in Love, es capaz de provocar todo tipo de alteraciones en el patio de butacas. La intensa lluvia que arreciaba en la Croisette en la accidentada entrada de la proyección parecía anunciar que algo extraordinario se avecinaba. Y vaya si no. Los abucheos fueron formidables cuando el misterioso desarrollo del relato dio paso a los créditos finales en algo parecido a un clímax -la tradicional estructura presentación, nudo y desenlace no es aplicable a la película-, porque en este filme hay algo mucho más importante que el relato, y es el modo en que su historia (y todas las que encierra) florece sabia y poéticamente bajo el flujo de la vida. El cine de Kiarostami -que ha escalado varias veces las grandes cumbres del cine contemporáneo en obras fundamentales como Close-Up (1990), El viento nos llevará (1999), Ten (2002), Five Dedicated to Ozu (2003) y Shirin (2008)- siempre ha trascendido, entre otros motivos, por atrapar con dotes de hechicero el inaprensible pálpito del tiempo, la mágica y desnuda belleza de estar vivos.



A su manera, eso es lo que celebra Kiarostami en su segunda película en el exilio, rodada en Tokio, dos años después de haber filmado en el país galo Copia certificada. Es lo que nos conmueve del triángulo de relaciones íntimas y secretas, pero entre extraños, que mantienen el profesor anciano Takashi (Tadashi Okuno), la prostituta de lujo Akika (Rin Takanashi) y su celoso, impetuoso novio Noriaki (Ryo Kase). Nos conmueve que en ningún momento podamos decir que esta película ya la he visto o que procede del elaborado cultivo de muchos otras filmes, por mucho que la fascinación de su arranque nos recuerde a Millenium Mambo (Hou Hsiao-hsien, 2001) o que acto seguido, en un hermosísimo trayecto nocturno en taxi por la ciudad de Ozu, sea capaz de concentrar todo el contracampo de Cuentos de Tokio. La pura alegría de narrar que contagia la película, la ligereza de su trayecto, la sabia experiencia de vida que transmite en cada momento nos invita a imaginar un cine que vuelve a nacer, para el que aún todo es posible.



Kiarostami celebra la libertad creativa. No esa clase de libertad que le concede el exilio, rodando lejos de las vejatorias restricciones de un país, el suyo, que encierra y amordaza a sus cineastas. Se trata de una libertad de creación que no atiende a más expectativas, códigos o interrogantes que a los de su propio universo artístico, el de un poeta tan dotado para el cine conceptual como para pulsar estímulos y emociones universales, sin fecha de caducidad. Y en Like Someone in Love aúna ambos talentos con sublime sencillez. La depuración extrema que ha conquistado el director iraní en su oficio le permite nutrir la simple apariencia del relato con infinitas fugas y detalles resonantes, con la clase de inspiración que recorren las obras que nunca dejan de hablarte, porque propulsan mucho más significados de los que el propio cineasta pueda ser consciente. Ocurre con frecuencia en las grandes películas, que sus misterios siempre nos congracian más con la vida que las falsas certezas. No hay mayor falacia que una obra maestra es una película incontestable. Más bien al contrario.



Kiarostami prolonga en su filme japonés el juego de dobles y el discurso de reflejos y representaciones de Copia certificada -pero extirpando la pátina intelectual- de un modo extraordinariamente similar, aunque en su propio contexto, a como lo hace Hong Sang-soo en In Another Country, otra de las películas a competición. Considerado como una especie de Rohmer del cine asiático -su fijación con las relaciones entre sexos, su ligereza formal, su pasión novelesca por el relato-, es difícil de justificar que hasta ahora su cine -con una filmografía importante y amplia, forjada en perfecta coherencia durante quince años- permanezca inédito en las pantallas comerciales españolas. Esta película, aunque pueda considerarse una pieza menor en su filmografía -sobre todo respecto a Turning Gate (2002), Woman is the Future of Men (2004), Woman on the Beach (2006) o The Day He Arrives (2011)- reúne las condiciones perfectas para romper ese bloqueo. No sólo porque introduce por primera vez una presencia occidental en su universo -el personaje de Anne, una francesa de visita en Mahong, sobre el que pivotan las tres historias del filme, como si fueran variaciones autónomas y convergentes del mismo tema, intercambiando diálogos y personajes entre ellas-, sino porque se ofrece como elocuente síntesis de los rasgos más visibles de su cine.



In Another Country encierra en su metraje los momentos más hilarantes de la sección competitiva, concentrados en el entusiasta socorrista que conoce por triple partida a Anne (Issabelle Huppert), y con la que desarrolla tres formas de relación sensiblemente distintas entre sí. Con el prolífico cuerpo de sus últimas y agridulces comedias, pobladas de directores de cine y de personajes tan llenos de energía como sus películas -enamoradizos, impetuosos, celosos, apasionados, indecisos, bebedores, ruidosos, torpes... profundamente humanos-, Hong Sang-soo ha dado otra lección de sabiduría narrativa, de cómo filmar de frente a sus personajes y describir desde el exterior sus emociones, de cómo hacer nacer de la sucesión de anécdotas y situaciones mundanas, con extraordinaria sencillez y ligereza, un espectro de análisis tan amplio y profundo de la naturaleza humana.



Otro poeta sin ataduras en presentar largometraje en la competición de Cannes ha sido el veterano Alain Resnais. Hay también mucha valentía y desparpajo formal en su último trabajo, Vous n'avez encore rien vu -Todavía no habéis visto nada-, un dispositivo meta-teatral construido a partir del mito griego de Eurídice, cuya representación escénica vehicula el núcleo dramático de la película. Desde su tumba, un afamado dramaturgo reúne a sus amigos-actores, con los que ha trabajado a lo largo de los años en varias adaptaciones teatrales de Eurídice. Los intérpretes son invitados a ver la grabación en vídeo de un reciente montaje de la obra, y progresivamente la construcción escénica se transmuta en una construcción cinematográfica, en la que los actores de un lado y otro del televisor se solapan y establecen un juego de representaciones tan imaginativo y sofisticado como metafórico y hermético.



El artificio permite a Resnais reunir a su 'troupe' de actores para que se interpreten a sí mismos -Michel Picolli, Sabine Azéma, Matthie Amalric, Pierre Ardite, Gerard Lartigau, Anne Consigny, Hippolyte Girardot, Anny Duprey...-, en un gesto que tiene tanto de homenaje al arte interpretativo como de intención testamentaria. Con noventa años a sus espaldas, bien podría ser esta la última película del autor de Hiroshima, mon amour, aunque su creatividad siga tan joven y fresca -particularmente manifiesta en su anterior trabajo, Las malas hierbas- como cuando empezó a hacer cine en los míticos años de la Nouvelle Vague. Si el poeta Orfeo entregó su vida para rescatar a Eurídice del Hades, el dramaturgo de Vous n'avez encore rien orquesta su despedida del mundo para que los actores mantengan viva la llama de su trabajo a través de una obra sobre el amor y la muerte. Es difícil no proyectar en este gesto una sonrisa desde ultratumba en el rostro del propio Resnais, a sabiendas de que habrá vencido a la muerte cada vez que alguien perpetúe la pasión por su arte.