El actor Vincent Cassel en la presentación de 'El monje' en Madrid. Foto: AFP

El rostro desordenado de Vincent Cassel se ordena en gestos medidos, en la arquitectura de una camisa cuidadosamente arremangada -¡qué esmero!- y en el meticuloso (des)peinado que lucen los famosos. Es muy francés y muy estrella también, lleva el halo de Hollywood encima, la confianza de Cronenberg, el tono a ratos altivo del profesor de danza de Natalie Portman en Cisne Negro, el porte del marido de Monica Belucci, la bella fealdad de Belmondo. Todos estos atributos se los ha traído a Madrid el actor, donde ha venido a prensentar El monje, la adaptación del director franco alemán Dominik Moll sobre la novela de Matthew Gregory Lewis, un clásico de la literatura gótica.



En esta coproducción hispanofrancesa interpreta a uno de los protagonistas de este complejo bestseller (un culebrón, vamos) sobre la inquisición española, el hermano Ambrosio, cuya biografía recoge la clásica lucha entre la vida contemplativa y la tentación de la carne, entre la salvación y la caída a los infiernos. Un Sergi López metido a Satanás trata de evitar desde el principio su gloria invitándolo una y otra vez al pecado. Abandonado de niño y criado por los monjes, el pobre Ambrosio, más profundo y menos caricaturesco en esta película que en el enrevesado libro, intenta seguir su camino hacia Dios convirtiéndose en un carismático religioso. De nada le sirve. La vida, de la que poco ha gozado, se le cruza constantemente y le pone el amor en bandeja. Para Cassel, ahí está la clave de la trama, que narra a su juicio "la historia de un niño de 40 años que se dedica a dar consejos a los demás sobre cómo vivir sin saber de qué va la vida", y añade el actor sobre la inevitable conversión a villano de su personaje: "En su biografía hay elementos suficientes para convertirse en un asesino en serie". De fondo brujas, herejes, apariciones, hechizos, almas que se venden, novicias mezquinas, novicios que son mujeres, gárgolas que caen...



Poco amigo del método actoral, y ateo además, asegura el intérprete que preparó este papel en dos días y sin recurrir a anteriores interpretaciones ni a ejemplos de la vida real. Lo aceptó, además, por pura admiración al director: "No hace falta ser religioso para interpretar a un personaje así, eso está más ligado al método del actor's studio, pero el cine debe funcionar de forma más ligera. Lo importante es creerse al personaje, entender cómo alguien puede llegar a esos extremos. Eso se hace a través de los gestos y la verdad es que entiendo a Ambrosio y, de hecho, me ha ayudado el no ser religioso. El actor que hizo de Jesús en La pasión de Cristo [Jim Caviezel], que era religioso y que tenía las mismas iniciales que su personaje, sufrió y se partió tres vértebras y hoy no encuentra trabajo", opone.



Sin embargo, estima Cassel que para actuar uno sí tiene que poner una parte de sí mismo, "para no cantearse". En esta ocasión le valieron los años que pasó en centros religiosos durante su infancia y que le dejaron un poso negativo que en parte ha logrado exorcizar con esta película. "En Francia hace tiempo que decapitamos al rey y estoy muy orgulloso de ser francés por ser el mío un país laico. El God save the queen y cosas así me molestan, me dan miedo. No obstante, tengo mi propia espiritualidad, aunque sin dogmas", responde cuando se le pregunta por su relación con el culto católico.



En este drama que tiene tintes de Buñel, de Murneau, de Vértigo e incluso del Fernando Arrabal de Viva la muerte por su profusión de imágenes y por la mezcla entre lo real y lo onírico, el actor, además, se despoja de histrionismos y fisicalidad para lograr una interpretación "minimalista" y pictórica que procede, asegura, de la parte alemana del director. "Me dijo que no moviese la boca ni los ojos, que fuese un catalizador. Sin embargo, un día no lo logré e hice la escena que más me gusta, esa en la que voy a ver Antonia al jardín y ella me pide que le recite el salmo. También es la que más le gusta al director, así que algo hemos aprendido", se felicita.



Aunque su trabajo aquí es más frío que anteriores facturas, este padre Ambrosio suyo sí guarda algún parecido con otros personajes de su carrera, siempre en conflicto, atormentados, con esquinas oscuras: "El caso es que yo no tengo una vida atormentada ni mucho menos. Es algo que le pregunté a Cronenberg en una ocasión, que por qué se acordaba de mí cuando buscaba a gángsters, reprimidos, homosexuales, cocainómanos... y él me respondió que me veía tan equilibrado que este tipo de personajes me sentaban bien. Es cierto que me permiten sacar algo de mí mismo, así que sí puedo decir que antes de ser actor era menos equilibrado que ahora". Hombre, hombre, tampoco Cronenberg tiene toda la culpa, también a él le va la marcha, no acomodarse en esa etiqueta de actor francés de papeles cultos. Para ello, más que arriesgarse, trata de combatir el aburrimiento: "Lo predecible no tiene interés, por eso solo un par de películas al año y no cuatro".