André Wilms (dcha.) y Blondin Miguel en 'El Havre'

A la Europa devastada de nuestros días llega una nueva entrega del trabajo balsámico de Aki Kaurismäki. El próximo 28 de diciembre se estrena en nuestro país El Havre, conmovedor filme sin retóricas ni asomo de sentimentalismos.

Después de haber filmado lo que él mismo llama su segunda "trilogía proletaria" (formada por Nubes pasajeras, Un hombre sin pasado y Luces al atardecer, rodadas entre 1996 y 2006), esta primera entrega de lo que Aki Kaurismäki anuncia ya como su "tercera trilogía" parece estrictamente una prolongación de la anterior: los mismos personajes desvalidos, las mismas relaciones amorosas como refugio cálido frente a las inclemencias de un capitalismo depredador, los mismos parias que se socorren unos a otros porque se saben parte de una sociedad arrinconada, la misma dignidad en los comportamientos, la misma inocencia en la mirada de los protagonistas, los mismos conflictos con los poderosos o con las instituciones del Estado...



Cine francés

Y, sin embargo, hay algo sustancial y distintivo dentro de El Havre que desafía todas las comodidades y rutinas del ejercicio crítico. Hay aquí, para empezar, una clara voluntad de enlazar con la herencia de un determinado cine francés (de Marcel Carné a Jean Renoir pasando por Jacques Becker y Jacques Prévert): una voluntad que no solo se transparenta en los nombres de algunos personajes (Becker, Arletty, Monet...), sino también en la coherencia que supone buscar este tipo concreto de referentes para una película que se desarrolla en Francia y que enlaza, a su vez, con la anterior película filmada por Kaurismäki en territorio galo: La vida de bohemia (1991), de la que proviene -además- el mismísimo protagonista: aquel poeta bohemio que, tras abandonar la banlieu parisina por la que allí transitaba, reaparece ahora trabajando como humilde limpiabotas en la portuaria ciudad francesa que da nombre al filme.



Se trata de Marcel Marx (interpretado en ambos filmes por André Wilms), reconvertido aquí en el entrañable proletario que asume con determinación el cuidado y el albergue de un niño emigrante perseguido por la policía y que, precisamente por esto, se gana la generosa solidaridad de los mismos tenderos y comerciantes de su barrio que antes le huían en cuanto le veían aparecer por la calle antes de que volviera a pedirles que le fiaran una vez más. Con toda evidencia, pues, La vida de bohemia y El Havre forman un coherente díptico dentro de la filmografía de Kaurismäki, pero la segunda no es una continuación de la primera, puesto que se trata -a todos los efectos- de una película autónoma, cuyas raíces remiten, eso sí, al universo más querido por su autor y al paisaje humano con el que mejor se puede identificar su mirada.



Una mirada que, por otra parte, parece hacerse más amable y esperanzada a medida que su filmografía avanza hacia la serenidad propia de la madurez. Quedan ya muy lejos, de hecho, los duros perfiles y los horizontes negros que asediaban a los protagonistas de la "primera trilogía proletaria" (Sombras en el paraíso, Ariel, La chica de la fábrica de cerillas: títulos filmados entre 1986 y 1990). Aquellos eran tiempos en los que sus personajes no tenían otra salida que el exilio (a Estonia y a México en las dos primeras) o el asesinato y la cárcel (en la tercera), una época en la que la sequedad cortante del estilo y de las elipsis transmitía con exactitud la fría y tajante soledad de unas criaturas a las que Kaurismäki contemplaba con evidente empatía, pero a las que era incapaz de imaginarlas otro destino que no fuera la tragedia.



Claro que resultaba prácticamente imposible dar un solo paso más allá de la negrura y del nihilismo que destilaba esa contundente obra maestra que fue La chica de la fábrica de cerillas. Por eso, probablemente, cuando Kaurismäki comenzó a filmar fuera de su asfixiante Finlandia natal su cine empezó a hacerse más abierto, las costuras de su estilo se hicieron más amables y porosas, los horizontes de sus personajes se tornaron más optimistas y la acción salvífica del amor comenzó a ofrecerles un refugio capaz de hacerles desistir del suicidio (Contraté un asesino a sueldo, filmada en Inglaterra) o de la delincuencia (La vida de bohemia), si bien en esta última todavía persistía un poso de pesimismo que no podía evitar la muerte en el hospital de Mimí, sola en su habitación mientras -a través de la ventana- un cerezo en flor delata la llegada de la primavera. Pero ahora, en El Havre, la llegada de la primavera (el cerezo en flor reaparece en la secuencia final de la película) ya no anuncia la muerte, sino la salvación de la mujer que de nuevo agoniza a solas en la habitación de un hospital.



La Europa de los muros

Y es que aquí estamos ya, con total deliberación, en el territorio de un cuento de hadas plenamente estilizado y de cálidas tonalidades fotográficas: quizá porque, en la devastada Europa de nuestros días, la de la xenofobia rampante y la de los muros exteriores, ya solo dentro de estos códigos se puede filmar -con tanta honestidad y con tan genuino sentimiento- un mundo en el que los emigrantes africanos son protegidos por los proletarios europeos, en el que el amor puede curar -o imaginar que cura- a la esposa desahuciada por los médicos.



El que todo esto se cuente sin retórica discursiva alguna, sin asomo de sentimentalismo, sin justificaciones psicologistas ni explicaciones literarias, con la subyacente intensidad emocional y con la pureza expresiva que generan su seco laconismo narrativo y su radical depuración formal es lo que constituye, a fin de cuentas, el "milagro Kaurismäki": el verdadero tesoro europeo del cine contemporáneo.