Dany Boon (izquierda), en Micmacs.

Imaginación visual y universos sofisticados.Tras éxitos como Delicatessen, Amélie o La ciudad de los niños perdidos, el francés Jean-Pierre Jeunet vuelve a su peculiar estilo con Micmacs, un éxito en su país que nos llega con dos años de retraso.

En La invención de Morel, el argentino Adolfo Bioy Casares imagina hasta el detalle los pormenores de una máquina capaz de producir realidad. Como otros artefactos están diseñados, por ejemplo, para tostar palomitas, el artilugio con el que el fugitivo sin nombre se tropieza en una isla similar a la de Lost (por jugar a los saltos en el tiempo) fue pensado por un tal Morel para crear lo más parecido a la inmortalidad. Y toda esta molestia simplemente por amor. Por qué si no.



De alguna forma -y por seguir jugando a esos otros saltos que son las metáforas-, la cinematografía de Jean-Pierre Jeunet (de la cual por fin se estrena en España, con dos años de retraso, Micmacs) aspira a ser una máquina perfecta con la virtud de los universos perfectos. Él mismo describe su cine como si fuera un mecano: "Dentro de la caja tienes vestidos, diálogos, música... De lo que se trata es de construir el juguete más bello y más autónomo posible utilizando todas las piezas de la caja. Esta es mi concepción del oficio de cineasta". Sea como sea, lo cierto es que pocas formas de hacer cine resultan tan reconocibles como la de este francés con aspecto de anomalía. Por lo menos, así fue cuando su primer largometraje, Delicatessen, llegó a las pantallas en 1991.



Una maquinaria de estilos

De repente, ante los ojos de un público acostumbrado a un cine francés esféricamente francés, aparecía otra cosa. De la mano del gesto turbio de Marc Caro y con la colaboración del fotógrafo Darius Khondji, Jeunet levantaba una extraña maquinaria capaz de fagocitar las influencias más diversas. Desde el dibujo desquiciante y desquiciado de Rube Goldberg a la animación desenfrenada de Tex Avery pasando por el humor de Jacques Tati, sin olvidar, por supuesto, el surrealismo gráficamente voraz de Terry Gilliam.



La película, heredera de un buen puñado de cortometrajes (mención especial para Insignificancias), se presentaba como una especie de libro de estilo del peculiar mundo Jeunet. Formalmente, su cine es reconocible por la utilización casi desaforada de los objetivos cortos. En las lecciones de cine recogidas por Laurent Tirard, el cineasta explica este hábito con modales de manía: "Me encanta la idea de poder sintetizar toda una escena en un fotograma, de ahí la elección de las lentes... Mi deseo es crear una forma gráfica de cine". El uso casi obsesivo del storyboard y el empleo de los efectos especiales de manera casi orgánica ("contribuyen a ampliar los límites de la posibilidad y deberíamos usarlos para renovar la escritura cinematográfica") configurarían los modales de la manera Jeunet. Y así se ha mantenido de forma inquebrantable en los últimos veinte años.



Poco después de que Delicatessen, una historia distópica de caníbales, alcanzara el rango de obra de culto, La ciudad de los niños perdidos, su mejor película hasta la fecha, consolidaba una de las visiones más originales del cine europeo reciente. De nuevo, junto a Caro y Khondji, y con el diseño de Gaultier y la música de Badalamenti, Jeunet reconfiguraba a su modo eso que genéricamente se llama cultura popular. Como al mismo ritmo consiguiera gente tan diversa como Tim Burton, Tarantino, Wes Anderson o el ya citado Gilliam, el cine de Jeunet trabaja como una trituradora de referencias cruzadas que se ofrecen en la mente del espectador de forma nueva. Pero si todos los citados son americanos, Jeunet es tan francés como una baguette untada de camembert.



Si se quiere, una de las virtudes del cine de Jeunet consiste en traducir a un idioma europeo diferente del inglés el esquema de pensamiento de lo más moderno del cine moderno. No nos referimos a Rossellini, obviamente, sino a esa parte del cine consciente de la naturaleza bastarda de la imagen. Los mecanismos de los cuentos de hadas tradicionales, como los esquemas de la literatura pulp, del cine exploitation o de la música pop son convocados ante las retinas de los espectadores en una suerte de reconstrucción creativa. Todo lo que se ve en las imágenes futuristas del director de La ciudad de los niños perdidos son elementos cotidianos cuyo significado cambia, o simplemente se hace patente. Lo mismo que hace Tarantino con la parte más ácida de esa literatura que ni siquiera aspira a literatura (Pulp fiction), hace Jeunet con esa parte de la cotidianidad que ni siquiera aspira, de puro vulgar, a existir.



Y es este mecanismo o forma de reciclar imágenes la que ha terminado por hacerse visible en un cine europeo siempre remiso a reconocer otra influencia que no sea la literaria, en su formulación más estrecha. Cuando el cine de Michel Hazanavicius se propone masticar el cine de espías de los 70 en su saga popular OSS 117, en su ideario está el construir un universo nuevo, pero perfectamente reconocible por el espectador. Recientemente, el mismo director presentaba en Cannes The artist, una película muda construida de recuerdos de cine mudo.



Fesser y el poema visual

Sin moverse de España, la muestra más evidente es Javier Fesser. Su cine, como el de Jeunet, es una especie de poema visual a la manera de las creaciones de Joan Brossa en las que las bombonas de butano explotan como la perfecta metáfora de un cosmos radicalmente nuevo por radicalmente familiar. Cuando, y tras La ciudad de los niños perdidos y su tan interesantísimo como poco valorado paso por Hollywood de la mano de Alien. Resurrección, Jeunet se lanzara a su mayor éxito, Amélie, su estilo era algo más que un estilo: era, y volvemos al principio, una máquina de producir realidad.



Buena parte del éxito de la señorita Poulain corre a cuenta de su capacidad (ripios a un lado) para edificar un espacio mítico tan irreal como reconocible. Lejos de los turbios encantamientos de sus primeras películas, Amélie imagina un París que más que una ciudad quiere ser un estado del ánimo, un estado "feliz" del ánimo. ¿Cursi? Sin duda, pero irresistible. En definitiva, la particular invención de Morel diseñada por Jeunet hace tiempo que vive sola. Si uno se asoma a Micmacs vuelve a ver el universo perfecto de un creador que, quizá, se ha convertido ya, veinte años después de su hallazgo, en una suerte de prisión. Si se recuerda el relato de Bioy Casares, para formar parte de la realidad "creada" por el invento había que morir antes. Pues eso.



El agotamiento de un creador

Cuenta Jeunet que Micmacs surgió de la necesidad, casi física, de volver a rodar. "Estaba hambriento", reconoce. Tras trabajar casi dos años en The Life of Pi, el director se vio obligado a dejar un proyecto auspiciado por Fox y que ahora ocupa a Ang Lee. "Digamos que mi propuesta resultaba demasiado cara", comenta. De forma tan accidental surgió Micmacs, una reformulación de viejas obsesiones del director: "Es una historia de venganza a la manera de Hasta que llegó su hora, de Leone, con una banda que se parece a los siete enanitos de Blancanieves y con referencias a El gran dictador, de Chaplin". El resultado es la película del director menos exigente, más autocomplaciente, quizá decepcionante. Jeunet repite fórmulas viejas con gesto cansino. Jeunet imita a Jeunet. Ni el siempre genial "cara de goma" Dominique Pinon consigue hacerse presente sepultado por el mucho más convencional Dany Boon.