Arriba, un fotograma de Pater, de Alain Cavalier. Abajo, una imagen de Hanezu, de Naomi Kawase

(Cannes, Sección Oficial)



Pater

Alain Cavalier



El largometraje de Alain Cavalier propone un interesante juego de espejos y representaciones. En connivencia con el actor Vincent London, el veterano director francés (que ganó la Palma de Oro con Therese en 1986) desarrolla un ejercicio propio de un diletante que seguramente hubiera tenido mejor cabida en la sección Un Certain Regard. Es un juguete, un capricho fílmico, en el que estas dos figuras del cine francés coquetean con la veracidad del cine y se filman a sí mismos como personas reales y como personajes ficticios, en sus vidas privadas y en el rol que se asignan como presidente de la República de Francia (Cavalier) y como Primer Ministro (London), de manera que ambas máscaras se solapan y retroalimentan. Ponen así en escena un interesante filme sobre el arte de la improvisación, la construcción cinematográfica y los simulacros de la ficción ("si es una película, es real", termina diciendo London), pero que una vez mostradas sus cartas, se desinfla demasiado pronto para dedicarse a estirar la anécdota.



En su percepción sobre lo que se cuece en los bastidores políticos, Cavalier / Presidente y London / Primer Ministro comienzan la película como idealistas, decididos a equilibrar sueldos, acabar con la corrupción y trabajar en pos de una sociedad más justa. Pero a medida que avanza el filme, va tomando forma una trama de traiciones y desencantos. La pertinencia de la presentación de Pater en estos días en que la prensa francesa echa humo con el escándalo Strauss-Kahn es asombrosa, sobre todo en una escena (la mejor de la película), en la que Presidente y Primer Ministro conversan sobre la conveniencia o no de hacer una foto de su adversario político en una situación embarazosa.



Hanezu

Naomi Kawase



Por su ensimismamiento lírico, por su sutileza narrativa, por sus largos silencios, por su extasiada mirada frente la naturaleza y los estragos del amor... la japonesa Naomi Kawase (de quien se estrenó en España la memorable El bosque del luto, y cuyo filme Shara emerge como verdadera piedra angular de las hibridaciones entre ficción y documental del cine contemporáneo) se ha ganado la fidelidad del circuito de festivales de autor y de un amplio sector de la cinefilia, pero al mismo tiempo se ha granjeado la enemistad del espectador perezoso y reacio a aventurarse en películas impresionistas. Su último largometraje, Hanezu no tsuki, está llamado a fortalecer los argumentos de ambas partes y a avivar debates y divisiones.



Rodado en la región de Asuka, donde está el origen de Japón, es un filme tomado por el misterio. Su base narrativa -la contienda de dos hombres por el amor de una mujer- es mínima y elusiva, y no se revelará en su conjunto hasta el último tramo del filme, una vez que el espectador haya podido tomar distancia de una pintura de brochazos y musicalidad expansiva, de gran belleza visual. El proceso de inducción acaba revelando una estremecedora historia conectada a través de las generaciones por las tradiciones arcaicas japonesas en torno al cortejo, el enamoramiento y la muerte.