El cineasta Patricio Guzmán. Foto: Íñigo Ibáñez
(Nueva York)Patricio Guzmán (Santiago de Chile, 1941), ha dedicado su vida a rodar documentales. Estudiante en la Escuela Oficial de Cine de Madrid, donde se licenció en 1970, su trayectoria está marcada por La batalla de chile, monumental trilogía en la que narra el último año de la presidencia de Salvador Allende. Su encarcelamiento por los esbirros de Pinochet en el Estadio Nacional y la peripecia para sacar el material grabado de Chile dieron combustible al mito, pero fue la calidad de la película, cómo de debe ser, la que lo consagró como uno los grandes. Otras cintas, caso de En el nombre de Dios (1987), La cruz del sur (1992), Obstinada memoria (1997), La isla de Robinson Crusoe (1999), El caso Pinochet (2001), Madrid (2002) o Salvador Allende (2006), aquilataron una trayectoria sólida. Simultáneamente lírica y objetiva. Abierta al brochazo poético y respetuosa con los hechos. Repleta de subjetividad y pulso artístico pero, dato importante, con el espinazo eminentemente periodístico.
Guzmán ha viajado a Nueva York por un doble motivo. Recibe el homenaje del prestigioso BAM (Brooklyn Academy of Music) con un ciclo en el que aparecen todos sus trabajos, un acontecimiento celebrado por el New York Times con justos halagos. Además, se estrena comercialmente Nostalgia de la luz, su última película, reflexión en torno al tiempo, el olvido, la distancia y la muerte. Un ensayo que toma cuerpo en el desierto de Atacama. Entre el infierno del viento y el cielo de un sol duro. Entre científicos que escudriñan el cielo y momias precolombinas. Entre arqueólogos que estudian las momias y familiares de desaparecidos que, frente al desarrollo del país, buscan las calaveras de los suyos sin que a nadie le importe mucho. Las condiciones de Atacama, de una sequedad extrema, facilitan la observación astronómica y la conservación de los cadáveres. Del diálogo entre científicos, víctimas e historiadores, pasado y futuro, Guzman exprime oro fundido. Quedamos en la Embajada de Francia, pero nos encontramos en la puerta, y por la calle, Quinta Avenida, pasan los grupos que celebran el Día de San Patricio. El verde lo traen repartido en camisetas, camisas y camisolas, gorras y faldas, pantalones, tocados, verde clorofílico, mentolado, fordiano, que recuerdan la dulce Irlanda. Guzmán cabecea con melancólico.
- ¿No es hermoso?
Lo es, claro.
Al grupo de detectives de Brooklyn le suceden los bomberos de Chelsea. A los cadetes de los marines los veteranos de la II Guerra Mundial. A los niños nacidos en Queens los bisabuelos sacados de unas memorias de Frank McCourt.
Guzmán parece disfrutar.
La encargada de coordinar las entrevistas sonríe inquieta.
El chileno tiene concertada otro encuentro en hora y media.
Da igual.
No quiere entrar.
Desfilan cientos de policías y militares y ni por segundo siente uno el viejo resquemor, tan conocido por los indígenas de países con déficit democrático. Acaso porque los uniformados estadounidenses pelearon contra el fascismo.
Ya en el interior de la embajada, veinte minutos más tarde, comentamos su interés por la astronomía, matriz de Nostalgia del cielo.
-El enamoramiento comenzó cuando yo tenía 14 años. A Chile llegaba una revista argentina, Más allá, con textos de Isaac Asimov y Ray Bradbury, entre otros, e ilustraciones de planetas y galaxias. Yo tenía la colección completa y me fascinaba. Un día solicité al observatorio astronómico nacional una visita para mi clase, pero requerían acudir con la clase al completo. Tenía que ser un grupo numeroso y nadie excepto mi mejor amigo quería ir. Así que mentí. Escribí una petición asegurando que iríamos todos. Llegó el día y mi amigo y yo nos presentamos delante de la puerta del observatorio. Recuerdo la cara de extrañeza del científico cuando vio que sólo éramos dos muchachos. ¿Y el resto?, preguntó. Le respondí que nos habían puesto un examen de última hora. No sé si me creería. Se encogió de hombros y nos dejó pasar. Esa noche tuvimos el observatorio para nosotros solos, con la cúpula abierta. Vimos la constelación de Orión y la luna. La película, por cierto, abre con ese mismo telescopio.
-Un telescopio antiguo.
-Sí, fabricado en Dresde, como la mayoría de los telescopios de la época, como el que existe en el Observatorio de París. Casi todos los países tenían entonces telescopios alemanes.
-¿Cómo y por qué Chile se convirtió en un enclave capital para la astronomía?
-El empuje decisivo lo dio un catalán, un español, que en los años sesenta invitó a las universidades más importantes para que vieran el cielo de Chile. Él pagaba todo. Buscaba a sus invitados en el aeropuerto. Los alojaba y los llevaba a Atacama. Atrajo a las principales fundaciones estadounidenses, la Carnegie, la Smithsonian o el MIT, y también europeas, con la European Astral Observatory al frente. Comenzó entonces, en el desierto chileno, la construcción de los mayores telescopios. Ahora mismo están fabricando uno dotado de una lente de 70 metros de diámetro, cuya capacidad alcanzará prácticamente hasta los primeros instantes del Big-Bang. Y está ALMA, que será el radiotelescopio más grande del mundo, con sesenta antenas, ubicado a 5.500 metros de altura. Todavía tardará unos años en funcionar a pleno rendimiento, pero cuando lo haga será capaz de viajar casi hasta el nacimiento del tiempo y el espacio.
-En un segundo plano, paralelo, de Nostalgia de la luz, aparte la astronomía, está la arqueología.
-Mi primera novia era arqueóloga. Su estudio estaba lleno de artefactos. Ella había colaborado con Thor Heyerdhal, cerebro de la expedición de Kon-Tiki. De ahí, de hablar con ella y contemplar aquellos objetos, viene mi interés por la arqueología.
-A la que también rinde homenaje.
-Sí, pero nada fue preconcebido. Yo había estado en Atacama con Allende. Es una tierra bellísima y comencé a escribir el guión pensando en el desierto, un espacio hecho de sal y viento, y en las contradicciones que encierra. El problema fue que una vez acabé ese trabajo de, digamos, escritorio, tuve que salir a comprobar si existía aquello de lo que escribía. Fue entonces cuando me encontré con el astrónomo, Gáspar, que nació después del golpe y estudió bajo el régimen de Pinochet.
-Claro, porque tras el cosmos y la arqueología están los familiares de desaparecidos, como Victoria y Violeta, que buscan los suyos en el desierto desde hace veintiocho años, Miguel y Luís, que sobrevivieron a los campos de concentración, o Valentina, que perdió a sus padres, desaparecidos.
-Atacama, finalmente, no sólo es la puerta hacia el origen del universo o el libro donde leer la historia del continente previa a la conquista española. Fue también el lugar elegido para hacer desaparecer los cadáveres delos ejecutados durante la dictadura. La cuestión de fondo que alienta Nostalgia de la luz es que cuestionar cómo es posible que seamos más capaces de enfrentarnos al pasado remoto, al más inaccesible, mientras que los muertos de hace treinta o cuarenta años no interesan a nadie.
-Bueno, a sus familiares.
-Sí, pero deberían de interesarle a todo el pueblo chileno. Vea, la memoria es terapéutica, y aparte evitar que repitamos los errores del pasado ayuda a conocerse. Resulta inconcebible, por ejemplo, que al 90% de los indios chilenos los matáramos nosotros en el XIX, no los españoles, como solemos decir los chilenos para evitar sentirnos culpables, pero de esas matanzas, de ese genocidio, nadie habla. Eso no se toca. No existe.
-O sea, que la desmemoria abarca más allá de la dictadura.
-En Chile sólo tenemos héroes de cartón-piedra, y sólo ahora, tras muchos años de silencio, una nueva generación de historiadores comienza a indagar.
-Pues sus trabajos han supuesto un prolongado esfuerzo para restituir la memoria.
-Ya, y en mi país jamás los han proyectado en la televisión.
-¿De verdad?
-Ninguno, ni La batalla de Chile, ni Salvador Allende... ninguno.
-Quizá el día que se proyecten pueda decirse que el país ha logrado reconciliarse con su pasado, asumirlo, no sé, crecer.
-Mire, en Chile todo está reluciente. Tenemos autopistas magníficas, modernos aeropuertos, etc., pero las diferencias económicas son terribles, brutales, todo se ha construido sobre esa desigualdad atroz, sobre el olvido sistemático de amplias capas de nuestra población, por no hablar de la amnesia de lo que ocurrió, las torturas, la muerte de tantos, el robo sistemático, el miedo de los supervivientes, la destrucción del tejido artístico y científico nacional, la ruptura dramática con una noble tradición democrática... El precio ha sido enorme.