Un momento de la inquietante Monsters.

Con Monsters, el británico Gareth Edwards toma las premisas de un monster movie para contar el nacimiento de un romance y hacer metáfora sobre la inmigración. Todo un desafío.

Resulta llamativo el particular rechazo que los puristas del fantástico más espectacular -entendamos espectáculo como aquel conjunto de formas plásticas que denotan la atención en lo llamativo y/o atractivo del objeto retratado- han mostrado a partir de una película tan sugestiva y a contracorriente (que no contradictoria) como el debut en el campo del largometraje del realizador británico Gareth Edwards. Y es que Monsters, título polisémico que apunta tanto a los alienígenas con forma de octópodos gigantescos que aparecen en la película como al irracional comportamiento de los humanos en una (cualquiera) situación límite, como los lectores/espectadores más curiosos ya sabrán se encuentra lejos de ser una monster movie al uso, y es que aquí el andamiaje sci-fi es un mero decorado donde desarrollar la acción principal de la película: a la postre, algo tan sencillo (y tan complejo) como el nacimiento de un romance. Que a dicha incipiente historia de amor le acompañe una crítica nada velada sobre los problemas derivados de la inmigración ilegal, acaba dando lugar a un cóctel tan extraño como sorprendente y sugestivo que tiene sus mejores armas para defenderse en la sutileza con la que se combinan los diferentes elementos que dan pie al refinado y, por momentos, delicioso resultado final de la cinta. De ahí que el viaje que la pareja protagonista emprende a través de un México post-apocalíptico, convertido en zona vedada, infectada, casi maldita por culpa de los temibles monstruos agigantados, coja forma de road movie romántica al centrar sus intereses en la intimista relación que surge entre ellos. Edwards acierta al eliminar tanto todo tipo de tremendismo melodramático, algo fácil si tenemos en cuenta que la pareja se enfrenta a la muerte en un puñado de ocasiones, así como al dosificar el terror latente en cada uno de los avistamientos/ataques de los extraterrestres; para el cineasta lo importante es hacer tan palpable como creíble la posibilidad del nacimiento de algo bello en un paraje asolado por el horror, el marciano, claro, pero también el humano.



Un retrato naturalista

Es un acto valiente pero, ojo, también inteligente, porque si algo llama la atención de Monsters es cómo una película puede crecerse ante sus propias carencias. Frente al uso de actores noveles o, directamente, no profesionales, Edwards tiende a la improvisación, al retrato naturalista del comportamiento humano (y eso que seguimos hablando de ciencia-ficción). Frente a la falta de recursos económicos, su autor -que además de dirigir, firma el guión y el diseño de producción- apura al máximo su estilismo artesanal y consigue, mediante el uso de la elipsis y el fuera de campo -Jacques Tourneur se debe sentir halagado-, que el espectador consiga impresionarse pese a los mínimos recursos espectaculares empleados. Si existe algo incómodo en la obra de Edwards no deriva entonces de la ausencia de carnaza gore, de las ganas del espectador marcianófilo de ver al ejército lanzando bombas nucleares y rayos láser a los invasores del espacio, sino de la atmósfera resultante de cruzar el cine indie americano de los años noventa junto con, por momentos, la previsibilidad y la falta de gracia del comportamiento de los personajes. Y es que la historia de amor que conduce la película está más cerca del Holdrige de Buscando un beso a medianoche (2007) que del sublime Linklater del díptico Antes de amanecer (1995) / Antes del atardecer (2004). Arduo peaje que Monsters eclipsa con un final -esta vez sí, con monstruos- de una belleza exultante, en el que descubrimos que no sólo los humanos se enamoran y que, evidentemente, tampoco son los únicos inmigrantes que habitan en la película.