Cine

El show debe continuar

Todas las claves del estreno del testamento fílmico de Robert Altman

22 marzo, 2007 01:00

Robert Altman

Mañana se estrena El último show, película con la que el cineasta Robert Altman quiso despedirse cinematográficamente poco antes de morir, el pasado 20 de noviembre de 2006. Con este motivo, el crítico Sergi Sánchez celebra que su última obra sea una de las mejores de su larga carrera y ofrece las claves de una filmografía fundamental del siglo XX.

La muerte de un anciano no es ninguna tragedia", exclama un personaje de El último show después de que se haya encontrado el cadáver de un cantante rodeado de velas, a la espera de que su vieja amante entre en su camerino. Mi muerte, pensaba Altman, no es ninguna tragedia. Y qué mejor que celebrar esa convicción con un espectáculo de despedida durante el que nadie se queja, durante el que nadie espera otra cosa que disfrutar con lo que hace. Es curioso, sobre todo teniendo en cuenta que fue uno de los padrinos del cine independiente, que, después de todo, Altman se pareciera tanto a Howard Hawks, cineasta clásico (menos de lo que aparentaba) que siempre trabajó al amparo del sistema de estudios. A ambos les encantaban las dinámicas de grupo, no les importaba en absoluto carecer de una historia que contar y gozaban admirando las tensiones creadas en una comunidad jerárquica que quiere pasar por democrática. No deja de ser sorprendente que una película tan crepuscular como El último show sea quizás la más alegre de su autor.

Porque lo que aquí se relata es un doble funeral: el de un programa de radio local que, tras treinta y un años de historia, desaparece bajo la sombra de las grandes corporaciones, y el de un cineasta que, incluso cuando se equivocaba, era más libre que sus acreedores. El ángel de la muerte, una Virginia Madsen vestida de blanco, se pasea por el escenario donde cantan las hermanas Johnson (Meryl Streep y Lily Tomlin), un irresistible maestro de ceremonias (Garrison Keillor, también guionista del filme) presenta y recita anuncios, y el caos reina entre bastidores. Benéfica evocación de una muerte de raíces fellinianas, tan similar a la Jessica Lange de Empieza el espectáculo de Bob Fosse, levita sobre un espacio de felicidad donde ni siquiera hay público, porque el público somos nosotros.

Una mirada atomizada. Altman pintó un fresco de América y lo hizo pedazos. ésa fue su gran aportación al cine: concebir el encuadre como un país donde investigar, dejando que la cámara se acercase y alejase de sus personajes, abriendo grietas para luego escaparse, impaciente, por ellas, en busca de nuevas aventuras. El cine de Altman desintegra los núcleos narrativos, atomiza su mirada a través de un tejido histórico que fluye hacia direcciones distintas, a menudo opuestas. Sus estructuras son como bolsas de pintura lanzadas contra la pared, preparadas para un clímax que puede ser político (Nashville) o moral (Vidas cruzadas), siempre apoyado en un atentado, un accidente (Un día de boda) o una catástrofe natural (la tormenta de Conflicto de intereses, el tornado de El doctor T y sus mujeres, el terremoto de Vidas cruzadas). El cine de Altman es puro informalismo abstracto. Este ejercicio de deliberada anarquía narrativa, plenamente delimitado en el reino de la posmodernidad, le ha llevado a tratar a sus personajes con cierto desdén, despreciándoles en su individualidad, valorándoles sólo en función de su papel en un engranaje colectivo. La coralidad de sus filmes puede provocar una extraña sensación de confusión: por ejemplo, el marasmo de voces y tramas abiertas en canal de Gosford Park camuflaba su investigación criminal tras un molesto ruido de fondo. Sin embargo, sin su habilidad para manejar los hilos de ciento y una historias que se aniquilan y alimentan entre sí, no existirían ni Magnolia, de Paul Thomas Anderson, ni Traffic de Steven Soderbergh, ni Crash de Paul Haggis, ni Nueve vidas de Rodrigo García. Altman, como Woody Allen o Alfred Hitchcock, ha conseguido convertir su estilo en un adjetivo calificativo que todos reconocemos como verdadero. En este sentido, la aportación de Altman al cine es brutal.

El método Altman.
Nunca se consideró un narrador. Formado como realizador de televisión, no estaba acostumbrado a las exigencias de las estrellas. Podía ser caótico, pero prefería trabajar rápido a sucumbir a un sistema basado en la egolatría de unos cuantos y la sumisión de unos muchos. Quería que sus películas fueran como pinturas o piezas musicales. No es casual que Kansas City tenga la estructura espontánea de una jam session y Vincent and Theo intente reproducir los cuadros que pintó Van Gogh. Tampoco es extraño que la subestimada The Company se deslice con el ritmo etéreo de una coreografía clásica, elegante y frágil al mismo tiempo, o que Los vividores exista en función de la cadencia de las canciones de Leonard Cohen. Para Altman, el guión es sólo un punto de partida para improvisar y cambiar de dirección si es necesario. De ahí que su cámara sea indecisa, interrumpa a los personajes, fragmente sus vidas sin importarle en exceso que el resultado parezca inacabado. En realidad, toda película de Altman parece un infinito work in progress, un ensayo general donde los actores buscan a su personaje impregnados de incógnita. Un método en el que el cineasta comparte responsabilidades con actores y técnicos en la construcción de una obra colectiva, libre y salvaje.

Un cineasta díscolo
No se cansó de revisar la validez de los géneros durante el apogeo del Nuevo Hollywood. Reivindicó la conciencia crítica del cine bélico disfrazándolo de comedia cínica en M.A.S.H.. Machacó las cenizas del western en Los vividores y Buffalo Bill y los indios. Avivó el fuego triste y melancólico de Raymond Chandler en El largo adiós. Remodeló la ciencia-ficción apocalíptica en Quinteto. Reinventó la comedia romántica en Una pareja perfecta y la comedia alocada en Tres en un diván. Su carrera durante los 70 diseccionaba el concepto de género desde una mirada estrictamente política: si el sistema de estudios había homogeneizado los gustos del público propagando una suerte de anestesia consensuada, su papel como revolucionario era dinamitar sus estrategias narrativas. No es extraño que su relación con el cine comercial siempre fuera conflictiva: su distanciada adaptación de Popeye terminó con un fracaso comercial que le condenó al ostracismo durante doce años, y Conflicto de intereses, primer guión original de John Grisham (que no aceptó salir en los créditos por desavenencias creativas con Altman), acabó siendo relegada a un estreno sin gloria y de tapadillo por su distribuidora, Polygram.

Más allá del rencor.
Inasequible al desaliento, Altman nunca dejó de tirar cócteles-molotov a una industria que le condenó al malditismo. Su carrera durante los ochenta es un paradigma de supervivencia creativa. Ya fuera en forma de sátira televisiva (su miniserie Tanner 88) o de radical ejercicio de anticine (el monólogo ficcionado de un Richard Nixon en estado de shock en Secret Honor), Altman siguió buscándose a sí mismo en un contexto que le resultaba declaradamente hostil. No es extraño que en El juego de Hollywood se levantara de la tumba sacando espuma por la boca contra todos aquellos que le habían castigado de cara a la pared en el cénit de su carrera. Por eso es tan reconfortante que en El último show el rencor quede diluido en la calma y la despreocupación, como si Altman ya hubiera rendido cuentas con todo el mundo. Como si supiera, en definitiva, que la única que tiene el poder de vengarse es la muerte.

Enemigos para siempre

Pudo haber sido, y no fue. Altman y Cassavetes. Los dos consules honorarios del cine indie, unidos en la alegría y en la adversidad. Pero no. Estaba cantado, al menos si nos atenemos al retrato que Peter Biskind hace de Altman en Moteros tranquilos, toros salvajes (Anagrama). Tiránico, caprichoso, adicto a retrasar los rodajes, obseso del control, libertario y muy terco. Explica Biskind que, cuando Altman le proyectó un primer montaje de Los vividores a Warren Beatty, éste entró en cólera. Y con razón: muchos de los diálogos no se entendían. El sonido era sucio y confuso. Ni siquiera el montador Lou Lombardo pudo hacer nada. Cuando le dijo que el sonido era una porquería, Altman "se metió en su dormitorio y no volvió a salir". ¿Cómo entonces podían llevarse bien Robert Altman y John Cassavetes, dos bombas de relojería? Lo cuenta Bogdanovich en un revelador perfil sobre John en Las estrellas de Hollywood (T&B Editores). Fundaron una productora a finales de los sesenta, pero se enfadaron cuando Altman despidió a la secretaria, tras enterarse de que había intentado suicidarse por un desengaño amoroso. Cassavetes dio por terminada la relación ante la crueldad de su socio. Ella se llamaba Lynn Carlin y fue nominada a un Oscar a la Mejor Actriz Secundaria por la película que rodó al año siguente (1968) con John, Faces.