Cine

María Antonieta

Todas las claves de la obra maestra de Sofia Coppola, que llega el 5 de enero a los cines españoles

4 enero, 2007 01:00

Kirsten Dunst en un momento de María Antonieta

Deslumbró y dividió en Cannes con su fascinante viaje al siglo XVIII francés, a los últimos coletazos de una monarquía ensimismada en el lujo y la frivolidad. EL 5 de enero se estrena Maria Antonieta, una de las películas más esperadas de la temporada y uno de los trabajos más depurados de su directora, Sofia Coppola, que vuelve a dejar con la boca abierta a la crítica mundial. Por este motivo, Carlos F. Heredero recorre las claves de esta "obra mayor del cine actual", el escritor José Ovejero reflexiona sobre la narración historia y psicológica de una película postmoderna que "no nos seduce por su profundidad sino mediante la acumulación". Culminamos este recorrido por Maria Antonieta con una entrevista a Sofia Coppola, en la que confiesa algunos secretos de su preparación y posterior rodaje.

Contra todo pronóstico, la reconstrucción de la almidonada corte de Luis XVI no ha conseguido domesticar la mirada fresca, física y contemporánea de una cineasta cuya poderosa personalidad emerge aquí con renovada y reforzada seguridad. El peso severo de la gran Historia y la dimensión trágica de sus protagonistas ceden ante las formas seductoras y el estilo grácil, bajo el swing y el mood de una puesta en escena que hace de esta insólita María Antonieta una obra mayor del cine actual.

Estamos ante un lujoso filme de época filmado en el verdadero Palacio de Versalles, sujeto a todas las servidumbres propias de una ambiciosa reconstrucción historicista y hablado en inglés por actores americanos que interpretan a los decadentes representantes de la aristocracia francesa. Pero estamos también, y en esta aparente contradicción reside la magia que desprenden sus imágenes, ante una obra que parece impregnada de un vitalismo contagioso, tocada por la gracia de un estilo que es pura forma y puro sentido simultáneamente.

Resultaba difícil imaginarse a la creadora de Las vírgenes suicidas y de Lost in Translation sumergida en una aventura semejante, amenazada de antemano por peligros tan ciertos como bien conocidos por la historia del cine. La respuesta al desafío es, sin embargo, tan exultante como contundente. Llegó en forma de torbellino al pasado festival de Cannes y despertó allí la inevitable polémica que propiciaba su heterodoxo acercamiento a la hija del emperador Francisco I de Habsburgo. Frente a un reto tan estimulante, algunas claves nos ayudan a entender la naturaleza de la propuesta:

Un mundo imaginario
En el transcurso del genérico de apertura se abre, de golpe, un inesperado paréntesis: un único y aislado plano de Maria Antonieta, colocada en el centro de una escenografía rosácea y apastelada, a medio camino entre el pop y el kistch, que evoca con plena deliberación una infantil casa de muñecas habitada por dulces, juguetes y caprichos. Es un encuadre frontal que nos pone en la pista de lo que se nos ofrece a continuación: la representación de un mundo imaginario en el que la protagonista se ve a sí misma como parte de un universo tan estilizado como irreal. Los perfiles, la gama cromática y la clave de estilización que proporciona ese plano dominan toda la película: son su textura y su discurso, su forma y su sentido.

María Antonieta versus Sofía
El punto de vista que adopta el film es el de una adolescente que se adentra en un mundo extraño, que tiene dificultad para asimilar sus normas, objeto de murmuración maliciosa por parte de los cortesanos, desatendida sexualmente por su marido y víctima de intereses políticos geoestratégicos. La posición de la austriaca María Antonieta cuando se adentra en la hipercodificada y litúrgica corte francesa es equivalente, por ello, a la de la intrépida Sofia Coppola: una joven cineasta americana que se acerca a un contexto histórico ajeno y que trabaja con un dispositivo cinematográfico diferente al suyo habitual: el propio de una costosa superproducción rodada en el corazón de la vieja Francia.

Sofía versus María Antonieta
La cámara de la cineasta contempla la corte francesa a través de los ojos de María Antonieta. La interpretación de Kirten Dunst, el mimo con el que se recogen sus movimientos, la identificación entre el universo íntimo de la reina con la estética del film, la forma de capturar sin énfasis ni subrayados un gesto de anhelo frustrado, un sordo temblor amoroso, una mirada furtiva, hacen que la protagonista viva y respire con la plena y valiente adhesión emocional de la directora, pero no por ello ésta deja de mostrar a su criatura con todos los rasgos que la convierten en una figura real poco defendible: inconsciente y derrochadora, caprichosa y altanera, insensible a la realidad de la vida fuera de la corte, incapaz de comprender el sentido de los sucesos históricos. La mirada del espectador se ve forzada a identificarse con María Antonieta pero lejos de implicar una comunión ciega con la moral del personaje, lo que la película propone es un análisis del lugar social que ocupa y del sentido de su comportamiento.

Las emociones de una adolescente
Como un niña ingenua y vitalista, sumergida en un mundo adulto, casi jeroglífico y difícil de descifrar, María Antonieta atraviesa toda la película empeñada en la búsqueda de un lugar propio donde pueda respirar con libertad. Una búsqueda que le lleva a recrear, dentro del universo escenográfico en el que vive, un microcosmos igualmente aislado de lo real, tan ajeno al mundo exterior (del pueblo y del país) como protegido de las intrigas de la corte. Su vulnerable timidez, su alegría irresponsable, su angustia cuando no encuentra respuesta a sus deseos y su necesidad de encontrar un espacio en el que autorreconocerse son comunes a los de cualquier adolescente contemporánea y equivalentes a los que experimentan las jóvenes protagonistas de Las vírgenes suicidas y Lost in Translation. Una misma poética de fondo atraviesa tres películas tan diferentes y tan aparentemente distantes.

La Historia en fuera de campo
La noción tradicional de "gran fresco histórico" es completamente ajena a la propuesta. El devenir de la gran Historia se le escapa a María Antonieta porque ésta se recluye dentro de un reducto construido por ella misma en el interior de un universo decadente que vive, a su vez, de espaldas a las urgencias de la Historia. La política y la religión han sido erradicadas de la representación. La vida del pueblo y posteriormente la revolución quedan fuera de campo porque no cuentan ni existen en la mentalidad ni en las vivencias de la protagonista, pero esto es, precisamente, de lo que hablan las imágenes. La última de las tres únicas y lacónicas secuencias dedicadas a dar cuenta de la revolución ya sólo muestra el resultado de su entrada en escena: la habitación destrozada y vacía de María Antonieta. Es el final de la fiesta. La quiebra irremediable y definitiva del sueño irreal en el que ella se aislaba.

Perspectiva desde el presente
No estamos ante un intento de recomponer una realidad histórica del pretérito, sino ante una propuesta que trata de dar cuenta de cómo un imaginario cultural del presente (el de la propia cineasta) puede reinventar y representar aquella lejana sociedad. Lejos de falsificar el pretérito con la mediación de las convenciones habituales en el modelo dominante del cine histórico, la puesta en escena descansa sobre la dialéctica entre la supuesta imagen del pasado y la visión contemporánea de aquél, entre el fuerte sentimiento de presente con el que viven los personajes y la deriva crepuscular del mundo al que pertenecen. La recreación minuciosa de una época convive con la afirmación de que asistimos a una "representación" orquestada desde el presente y desde una mirada contemporánea.

Formas de la contemporaneidad
Para sorpresa de muchos y escándalo de ortodoxos, la música rock protagoniza un audaz mestizaje con composiciones propias de la época. Un pasaje de Vivaldi suena cada vez que María Antonieta se despierta en su cama y los compases de varias óperas de Jean-Philippe Rameau se superponen sobre otros momentos de transición, mientras que los ritmos de Hong Kong Garden, interpretada por Siouxie and the Banshes, organizan la coreografía del baile de máscaras (un hallazgo coreográfico de notable brillantez), una alegre y melancólica canción de New Order (Ceremony) suena en la fiesta de cumpleaños y el espíritu neorromántico de algunos grupos de los años ochenta (Bow Wow Wow, Adam and the Ants) ilustra otras secuencias. El eclecticismo musical no hace sino poner de relieve la perspectiva desde la que Sofía Coppola filma la corte de Luis XVI. El efecto juega el papel de un mecanismo brechtiano para distanciar al espectador y hacerlo consciente de que asiste a una puesta en escena estilizada desde una mirada subjetiva.

La efervescencia de los deseos
La materia verdaderamente sensible de este hermoso filme que habla del desconcierto adolescente, del conflicto entre la urgencia emocional y los corsés sociales, de la ausencia de una mirada deseante y de la emergencia del propio deseo es, en realidad, la confrontación entre las ataduras ceremoniales que constriñen y reprimen la expresión libre de los sentidos y el torbellino de las emociones a flor de piel. El sabio tour de force de Sofia Coppola consigue dar cuenta de un universo regido por una prolija codificación escenográfica al mismo tiempo que logra capturar el latir bullicioso de los instintos que pugnan por emerger bajo tan sofocante apariencia ritual. Es la gran conquista de una obra capaz de armonizar, sin fisuras, la evocación del pasado y la mirada contemporánea, una pieza de fuerte y poco domesticable personalidad que pone en escena el final de la inocencia al mismo tiempo que nos habla de cómo el presente reconfigura la Historia.

Una historia postmoderna

Versalles no es Versalles, Versalles es hoy, es ahora, es Nueva York o París. Sofía Coppola no ha rodado una película histórica, y quien vaya al cine para aprender o al menos para recibir una interpretación, por sesgada que sea, de un personaje o de una época saldrá maldiciendo. Pero Coppola es honesta: la música que acompaña los créditos iniciales no es de Rameau ni de Mozart: es de Gang of Four. Y entre los lujosos zapatos que casi hacen perder el sentido a María Antonieta se encuentran unas Converse.

La película es una narración postmoderna en la que la Historia es un conjunto de citas despojada de contenidos, el pasado un cajón del que sacar lo que nos conviene. Igual, por cierto, sucedía en Versalles: las estatuas griegas y romanas que adornan el palacio tampoco tienen que ver con la Historia; son referencias vagamente legitimadoras: como el protocolo, aluden a un pasado inmutable, pero ese pasado no interesa a nadie. Maria Antonieta es Paris Hilton; vista desde fuera, pura banalidad: sólo el consumo la excita, el amor es una aventura sin consecuencias, la vida una fiesta continua; y como cualquier famosa, paga la fama con la propia intimidad: las cortesanas asisten en primera fila al despertar de la reina, los reyes comen de cara al público e incluso los partos de la reina cuentan con espectadores. Suponemos que hay algo más, pero ese algo se narra tan sumariamente que resulta anodino: ser famoso, ser reina, no da la felicidad: estar sometidos a la presión del protocolo o de los medios, a las expectativas y miradas de otros nos roba la identidad, y si aún no tienes una identidad definida porque eres una adolescente, te destruye. El sufrimiento es parte del espectáculo.

Porque el dolor necesita un contexto para adquirir significado; si no, es mero signo. Y a Coppola no le interesa profundizar en su personaje; prefiere limitarse a narrar con habilidad diversas situaciones, pero sin pretender que nos metamos en ellas; por eso no son conmovedoras ni intensas: las pasiones se resumen en un par de imágenes que son referencia a otras imágenes, la pérdida del perro nos resulta más emotiva que la muerte del hijo. Como buena obra postmoderna, no nos seduce mediante la profundidad sino mediante la acumulación. No sólo la psicología, también la Historia queda excluida; si creyésemos lo que vemos, pensaríamos que la única ocupación de los cortesanos es, aparte de la maledicencia, cazar, ir a fiestas, comer, comprar. Los tres momentos en los que los acontecimientos políticos irrumpen en la película son lo más flojo. Lo interesante es la sucesión de imágenes, el ritmo -o la carencia de ritmo-, las texturas, pequeñas escenas intrascendentes; los colores y formas de los alimentos son tan importantes como su sabor, igual que en los restaurantes de diseño de hoy; los protagonistas cambian de ropa tan a menudo como cantantes durante una actuación; los placeres se suceden porque ninguno es verdaderamente placentero; todo brilla, porque lo esencial no es el fondo de las cosas sino la superficie, la presentación. Maria Antonieta es un comentario sin pretensiones éticas y a la vez ilustración, no tanto del fin de la monarquía absoluta en Francia como de nuestra época e, igual que ésta, es a la vez vertiginosa y monótona, divertida e intrascendente, infantil y, sin ser consciente de ello, irremediablemente trágica.

José OVEJERO