Cine

Marlon Brando: setenta y cinco años

El deseo es eterno

28 marzo, 1999 01:00

Tras sus modales groseros y un punto enloquecidos siempre anidó el miedo. Miedo al fracaso, a la soledad, al engaño y a las trampas de una industria, la cinematográfica, glotona, absorbente y, casi siempre, despiadadamente cruel. Marlon Brando. El único actor capaz de provocar el llanto sin abrir la boca, de soliviantar la imaginación más estéril con la sola visión de un hombro desnudo, de interpretar cualquier personaje con una sombra, con un gesto, con un movimiento de ceja. Con su sola presencia, al cabo. Brando, rebelde e inasequible, se excusa: "Lo hago por dinero, ser actor no justifica seguir viviendo". Se engañaba, y se engaña: tras sus palabras, otra vez, el miedo al olvido, a la lástima. Por fortuna, los pretextos están de más: en sus manos, hoy reventadas y ajenas, y en sus ojos, que ya no huelen ni a burla ni a sexo, habita aún el cine más grande, el que todos persiguen y muy pocos logran hallar. El próximo sábado, el actor cumple setenta y cinco años. Hoy, EL CULTURAL recuerda la vida y la obra del enorme Brando, del que también escribe el director Jaime de Armiñán, quien fue nominado al Oscar a la mejor película extranjera con "Mi querida señorita" en 1972, año en que Marlon Brando conseguía (y despreciaba) la estatuilla por su trabajo en "El padrino". El cine sigue entre nosotros. Felicitémonos. Y felicitemos a Brando. El grande.

Con las uñas afiladas

Creo que fue durante el rodaje de Queimada, película que dirigió Gillo Pontecorvo en 1969, o quizá fuera El último tango en París, de Bertolucci, en 1972. Lo cierto es que un aburrido Marlon Brando, que lo había hecho casi todo al otro lado de la orilla, se enfrentaba a los ojos europeos e incluso mediterráneos tratando de olvidar sus rabietas americanas y negando algún que otro desplante. Era Brando, plantado en un decorado interior, suavemente iluminado por el maestro y a punto de empezar su trabajo. Entonces la encargada del vestuario pidió permiso para mirar por la cámara y por si le faltaba algún detalle al personaje. No era habitual aquel deseo, pero tampoco irrealizable, y el llamado segundo -el doberman que defiende la cámara- accedió. La chica aquella puso su curiosidad en la lente y levantó las manos, sin tocar nada más, casi con miedo reverencial. Transcurrieron dos largos minutos -quizá fueran menos- hasta que el amo de la cámara llamó la atención a la escrupulosa sastra:
-¿Qué haces? -le preguntó
La chica salió del trance, tal vez pálida y temblorosa: se le había perdido el tiempo, como en los cuentos infantiles cuando alguien mira por el ojo de la cerradura y transcurren cien años que parecen un minuto:
-Estaba viendo cine -es lo que se le ocurrió decir a la pobre chica.
Y era cierto: estaba viendo a Brando -en exclusiva-, estaba viendo cine para ella sola. Es probable que Brando -aquel día de buen humor- coqueteara con la cámara y pusiera sus ojos en el objetivo, que eran los ojos de aquella chica. Allí estaba presente el terrible Stanley Kowalsky, el petrimetre Fletcher Christian, el boxeador Terry Maloy, el noble Marco Antonio, el valiente Emiliano Zapata, allí estaba el mismísimo Napoleón y, como guinda, el padre de Superman: una parte de la historia del cine, la revolución, que se produjo en 1950.
1973. Yo había ido a Hollywood con Mi querida señorita, éramos muy pobres y nadie nos hacía caso, y me refiero a nuestros paisanos, porque los gloriosos de Hollywood nos regalaban sonrisas y paseos a Disneylandia. A la entrada del Dorothy Chandler Music Center descubrí a un viejecito de gabardina y boina que intentaba pasar desapercibido: era Groucho Marx, que andaba por allí dándose una vuelta. Muy cerca, inalcanzables, llegaban Gregory Peck, Joseph Cotten, Merle Oberon, Henry Fonda, Liza Minnelli y los irrepetibles viejos directores Cukor, Wilder, Capra y Mamoulian. La sala era un escaparate donde aún brillaban las últimas joyas que alumbraron el Hollywood histórico y a punto estaba nuestro Buñuel -don Luis, ausente como de costumbre- de llevarse el Oscar que le había negado la famosa Academia con Tristana y que ahora le ofrecía, a mayor gloria del cine francés, de la mano de El discreto encanto de la burguesía.
Aquel fue el año de Cabaret, pero también contaba El padrino, de Coppola. Brando dejó en un rincón su orgullo e incluso su soberbia de divo inconformista y buscó el papel del viejo Don Corleone. Tampoco era una historia nueva en Hollywood, y así había ocurrido con un notable grupo de actrices que se disputaron a mordiscos el papel de Escarlata O’Hara -que al fin ganó sin lucha Vivien Leigh- en Lo que el viento se llevó. Brando, que ya no era joven, pasó por el mal trance de una prueba, que significaba casi una humillación. Se vistió de Corleone, enronqueció su voz e hizo grande aquella película. Y también se afiló las uñas, sin olvidar que Corleone era la encarnación de la muerte y de la venganza. La noche de los Oscar -cuando sonó su nombre vencedor- no estaba Brando en el florido escaparate. Tres filas más allá, junto a Merle Oberon, se levantó una chica y, con el antiguo aplomo que da el sol de las praderas, se dirigió al escenario: era una guerrera de nombre Sacheen Pequeña Pluma, iba peinada con trenzas y vestida como en una película del Oeste: pero el vestido no era un disfraz.
En nombre de Brando -y ante el estupor de aquel público perfumado-, leyó unas líneas. El vencedor protestaba por la crueldad de los gringos -sus históricos parientes- y por la aniquilación de los hermanos de Pequeña Pluma. Cooper y Wayne eran los malos, y Toro Sentado y Caballo Loco, los buenos. Como siempre ocurre en estos casos, los tendidos de sombra -patio de butacas- contestaron al rebelde, y el público de sol -los pisos de arriba- aplaudieron a Pequeña Pluma. Brando se había vengado de la humillante prueba que puso en duda su trabajo en La ley del silencio o en Julio César, sin ir más lejos.
En esto del cine -también ocurre en los libros- siempre hay un encuentro. Yo había admirado a Brando en Un tranvía llamado deseo y en ¡Viva Zapata!, y lo encontré en Julio César, recién salido de Kazan y entonces en poder de Mankiewicz. Tal vez no sufrí su mordedura porque yo no era chica y había resistido -sin temblar- el acoso cinematográfico de Stanley Kowalsky, que jamás tiene razón, que sólo se mira el ombligo, el brutal polaco que lleva una camiseta ceñida que nunca olvidarán las mujeres de 1952, ni todas las demás hasta llegar al 2000, cuando Kowalsky-Brando cumpla 76 años.
¡Amigos, romanos, compatriotas, prestadme atención! Marco Antonio habla en el foro de Roma, ante el cadáver de Julio César y las manos ensangrentadas de Marco Bruto. ¡No obstante, Bruto, dice que era ambicioso y Bruto es un hombre honrado! Marlon Brando está frente a James Mason componiendo un dúo que yo no olvidaré nunca: ¡Si tenéis lágrimas disponeos ahora a verterlas! ¡Ved qué brecha abrió el envidioso Casca! ¡Por esta otra le hirió su muy amado Bruto! No deja de ser significativo que estas dos películas -Un tranvía llamado Deseo y Julio César- tienen su origen en dos obras teatrales y que los textos de Tennessee Williams y Shakespeare no pueden ser ajenos al trabajo de Brando, donde se han ido mezclando las palabras que se dicen en el escenario y las que luego suenan en la pantalla. Primero vino Stanislavsky y el Teatro de Arte de Moscú, luego Actor’s Studio y el Método -en América- con Strasberg, Crawford y Kazan. Brando pasó de largo, pero se fue llenando y, tal vez sin advertirlo, hizo la revolución en Hollywood. En gran parte él es un cómico nacido en el Actor’s Studio que acaba convirtiéndose en el abanderado de los jóvenes intérpretes del cine americano -de aquellos 50- con todas sus ventajas, pero también con todos sus inconvenientes.

En el sendero glorioso que recorre Brando -donde ciertos baches se han producido-, hay películas que provocan tradicional división de opiniones. Una de ellas es El motín de la Bounty. Nada hay tan peligroso como la segunda versión, que algunos cursis dicen remake. El motín de la Bounty fue Rebelión a bordo en 1935, y donde mandaba Lloyd se puso Milestone. En blanco y negro lucen Clark Gable, Franchot Tone y Charles Laughton, y en colores brillan Brando, Richard Harris y Trevor Howard. Siempre he sido partidario de Laughton y de su histriónico talento, y por muy buen cómico que sea Howard, creo que en la doble versión ganan la fuerza y la maldad del capitán Blight-Laughton al más calculador capitán Blight-Howard. Supongo que Brando midió las consecuencias de enfrentarse a Gable en una película de éxito hecha a su medida. Gable-Fletcher Christian es un marino íntegro, un poco tozudo, un noble sin tacha y sin miedo. Brando-Fletcher Christian es un dandi que nada en la ambigöedad, más preocupado por su vestuario que por sostener la razón de su derecho. Tal vez sean fragilidades del Método, consecuencias del trabajo en el Actor’s Studio, y el culpable sea el fantasma de Stanislavsky.
Hace muchos años que vivimos con Brando y hoy lo vamos a festejar en este sendero, en el largo camino recorrido por un actor fácil de imitar pero imposible de repetir. Hace tiempo yo le hice un particular homenaje que se tituló El amor del Capitan Brando, y su imagen paseó por la villa de Pedraza y por los campos de Segovia: la chica que miraba por la cámara tenía razón, porque ver a Marlon Brando significa ver cine.