Uno de los requisitos para contribuir al avance de la ciencia es haber recibido educación especializada, lo que en general quiere decir haber cursado estudios superiores, universitarios.
Fue, precisamente, porque el acceso a esos estudios les estaba vetado hasta hace poco más de un siglo —y aun así las dificultades no fueron pocas— que en la historia de la ciencia aparecen, hasta no hace mucho, muy pocas mujeres, y las que se recuerdan fueron en su inmensa mayoría las que disfrutaban de una posición social y económica elevada.
Tales fueron los casos, por ejemplo, de Hipatia (355?-415?) de Alejandría, que se benefició de las enseñanzas y posibilidades de su padre, el astrónomo y matemático Teón, al igual que los de Émilie de Châtelet (1706-1749) y de Ada Lovelace (1815-1852), que ya traté en estas mismas páginas.
Incluso la matemática Emmy Noether (1882-1935), que sufrió discriminación en la carrera universitaria, gozó de la ventaja de ser hija de un notable matemático, Max Noether.
Cuando se trata de la participación de los hombres en la historia de la ciencia la situación es diferente, porque ni se consideraba impropio de ellos dedicarse al estudio de los fenómenos naturales ni les estuvo vedado el acceso a una educación superior. Este último punto es importante, especialmente una vez que apareció la institución de la universidad; la primera fue la de Bolonia, creada en el siglo XII.
El acceso a los estudios universitarios requería, en general, disponer de un cierto nivel económico. Si se piensa en Inglaterra o Escocia, ese acceso era particularmente difícil pues hasta la primera mitad del siglo XIX solo existían las muy elitistas universidades de Oxford, Cambridge, St. Andrews, Aberdeen, Glasgow y Edimburgo.
En ellas se educaron los grandes nombres de la ciencia británica, y universal, los Harvey, Boyle, Newton, Hooke, Lyell, Darwin, Kelvin o Maxwell. No obstante, existen excepciones, a quienes yo quiero rendir aquí recuerdo y tributo agradecido, pues enseña que existen algunas posibilidades para los más menesterosos.
Tal es el caso de Michael Faraday (1791-1867), un aprendiz de encuadernador que ascendió de ayudante (1813) del químico Humphry Davy, en la Royal Institution londinense, a Fullerian Professor de Química en ese mismo centro (1833).
El puesto de ayudante lo consiguió cuando, unos días después de asistir a una de las conferencias populares que Davy pronunció en 1812, Faraday le llevó a este, bien encuadernada, la transcripción y anotaciones que había preparado de la conferencia.
Con sus trabajos experimentales, y sin pretenderlo, Faraday había sentado el principio del motor eléctrico
Pero además de ayudante también ejerció algunas funciones de criado, como durante un viaje de varios meses que Davy y su esposa emprendieron por Francia, Italia, Suiza, el Tirol, Ginebra y otras ciudades del continente europeo desde el 13 de octubre de 1813 hasta el 23 de abril de 1815, aunque el joven Michael lo aprovechó para informarse de lo que hacían los científicos con los que se iba entrevistando Davy.
Al disponer solo de una educación muy elemental, la formación matemática de Faraday era muy pobre; sin embargo, y ayudado por una especial "sensibilidad" hacia el comportamiento de los fenómenos físicos y químicos, llevó a cabo descubrimientos experimentales fundamentales, introduciendo al mismo tiempo conceptos, como las nociones de "líneas de fuerza" y "campo electromagnético", que James Clerk Maxwell utilizó para construir uno de los grandes edificios de la ciencia: la teoría electromagnética, o electrodinámica, que reunía en una gran síntesis campos antes separados: la electricidad, el magnetismo y la luz (óptica).
Los trabajos experimentales más importantes de Faraday en el campo de la electricidad y magnetismo los realizó entre 1821 y 1831, demostrando que un hilo que transportaba una corriente eléctrica hacía girar la aguja de una brújula, es decir, que la corriente eléctrica generaba un campo magnético, lo que le llevó al proceso inverso, que un campo magnético producía una corriente en una espira, y que con flujo variable esta giraba, por lo que era posible obtener energía mecánica de una corriente que interacciona con un imán.
Sin pretenderlo, había sentado el principio del motor eléctrico. El efecto opuesto, la conversión de energía mecánica en energía eléctrica está detrás del funcionamiento de las centrales hidroeléctricas.
Si la máquina de vapor proporcionó la energía necesaria para extraer el agua de las minas y aumentar así la producción del carbón que alimentaba a las máquinas que transformaron el proceso de producción, afectando de esta manera profundamente a la sociedad (la Revolución Industrial), la producción de corriente eléctrica en grandes cantidades, que posibilitó las investigaciones de Faraday, terminó produciendo efectos similares.
Faraday también se distinguió por sus trabajos en química, siendo su aportación más importante dos leyes para la disociación electrolítica, o electrolisis, fenómeno que permite separar los elementos de un compuesto líquido haciendo pasar a través de él una corriente eléctrica, lo que permitió descubrir elementos químicos hasta entonces ocultos en esas combinaciones.
Aunque es innegable que el acceso a una educación universitaria es muchísimo más fácil en la actualidad que en el pasado, la biografía de Faraday, como manifestación de una separación de clases sociales que únicamente personas excepcionales como él, con suerte, paciencia y humildad, pueden aspirar a salvar, me suscita la inquietud de algo que, de la mano de la tecnología, está sucediendo en la actualidad, y sobre la que desde hace tiempo alerta Simon Johnson, premio nobel de economía de 2024: la creciente polarización del mercado laboral que beneficia a los más educados —en Estados Unidos, en las elitistas y caras universidades del tipo de Harvard, Yale o Princeton—, empujando a las personas de ingresos medios hacia los extremos inferiores.
Si, como es previsible, disminuye el número de puestos de trabajo, para acceder a los más satisfactorios, económica y socialmente, llevarán ventaja unos pocos. En palabras de Johnson: "El progreso no beneficia automáticamente a todos. Se necesitan instituciones que hagan contrapeso a las élites; gobiernos democráticos, regulación, sociedad civil que exija una parte de la prosperidad. Sin estas salvaguardas, los avances siempre tienen víctimas".
Justo lo contrario a lo que ejemplifican los megamillonarios tecnológicos, Bezos, Musk, Zuckerberg y compañía. Una sociedad, un mundo, es más justo, más "vivible", si los posibles Faraday del futuro no tienen que vencer pruebas extremadamente difíciles de salvar. Los Faraday, y todos, los que no poseemos semejante creatividad y energía. Si el desarrollo tecnológico no permite esto, habrá que repensarlo.
