Con buenas razones los libros ocupan un lugar preferente en la historia de la cultura. En sus filas se encuentra lo mejor del pensamiento y la creatividad de los humanos.
En el caso de la ciencia, algunos están asociados a lo que en su famoso libro La estructura de las revoluciones científicas (Fondo de Cultura Económica, 1962) Thomas Kuhn denominó "paradigmas", esto es, modos de entender campos científicos específicos a través de teorías que definen los problemas y métodos legítimos para generaciones sucesivas de científicos.
Antes de que los libros de texto se hicieran populares a comienzos del siglo XIX, algunos libros desempeñaban esa función "didáctica".
La Física (siglo IV a. C.) de Aristóteles, el Almagesto (siglo II) de Ptolomeo, De revolutionibus orbium coelestium (1543) de Copérnico, los Diálogos sobre los dos sistemas máximos del mundo, ptolemaico y copernicano (1632) de Galileo, los Principios matemáticos de la filosofía natural (1687) de Newton, la Introducción al análisis de los infinitos (1748) de Euler, el Tratado elemental de química (1789) de Lavoisier, los Principios de geología (1830-1833) de Lyell, El origen de las especies (1859) de Darwin, la Patología celular (1858) de Virchow, la Electricidad y magnetismo (1873) de Maxwell, o la Textura del sistema nervioso del hombre y de los vertebrados (1899-1905) de Ramón y Cajal son algunos ejemplos en este sentido.
Todas estas obras tienen en común que se publicaron antes del siglo XX. A partir de esta centuria y aunque todavía aparecieron algunos libros que definieron disciplinas —por ejemplo, los Principios de la mecánica cuántica (1930) de Dirac o La naturaleza del enlace químico y la estructura de moléculas y cristales (1939) de Pauling—, lo que pasó a dominar la ciencia fueron los artículos, que tratan aspectos concretos de temas específicos, cuyo número ha ido creciendo constantemente hasta hacerse en la actualidad prácticamente inabarcable, a la vez que restringidos al dominio de los especialistas, algo que me recuerda a un chiste malévolo, y por supuesto erróneo e injusto: "Un científico es el que sabe todo de nada, y un filósofo es el que sabe nada de todo".
Consciente de este hecho, en uno de mis libros, El canon oculto, en el que aparece una selección de los, en mi opinión, cien mejores libros de ciencia de la historia, añadí un anexo con una lista de doce artículos fundamentales.
Comenzando con los dos en los que Leibniz sentó las bases del cálculo diferencial e integral (1684, 1686), que considero que son las herramientas más importantes de toda la historia de la ciencia.
Siguen, entre otros, aquellos de Einstein en que creó las teorías especial (1905) y general (1915) de la relatividad, aquel de Bohr en que sentó las bases de la teoría atómica cuántica (1913), aquel de Gödel en que arruinaba la idea de que la matemática se pudiera establecer en una base firme (1931), y aquel de Watson y Crick con el modelo de la doble hélice del ADN (1953).
Los doce seleccionados poseen todos los atributos que los hacen merecedores de figurar en esa exclusiva lista mía. Pero si tuviera que rehacer ahora esa lista, bien eliminaría uno para mantener la docena o la ampliaría para que llegara a ese número de tan mala fama, el trece.
¿Cuál añadiría? Pues uno cuyo contenido ha pasado a formar parte de la cultura general. Mis nietos sabían bien a los cinco años lo que estableció ese artículo. Me estoy refiriendo al publicado en la revista Science el 6 de junio de 1980.
Lo firmaban el físico Luis Álvarez, galardonado con el Premio Nobel de 1968 por sus contribuciones a la física de partículas elementales utilizando la cámara de burbujas, su hijo, el paleontólogo Walter Álvarez, y los químicos nucleares Frank Asaro y Helen Michel.
Los humanos posiblemente no existiríamos de no ser por el gran meteorito que chocó con la tierra
Su título: "Causa extraterrestre de la extinción del Cretácico-Terciario". La extinción que acabó, hace 66 millones de años, con casi las tres cuartas partes de las especies que poblaban entonces la Tierra, especialmente con las que pesaban más de 25 kilogramos (tortugas marinas y cocodrilos se salvaron gracias al hábitat en el que vivían).
Pero, de entre las especies desaparecidas, la que hace que esa extinción sea tan conocida es la de los dinosaurios. De no ser por el gran meteorito, de unos diez kilómetros de diámetro, que chocó con la Tierra, posiblemente no existiríamos los humanos, pues los representantes de nuestra rama, los mamíferos, eran entonces seres pequeños (por eso sobrevivieron), incapaces de competir con otros de mucho mayor tamaño y posibilidades.
Es precisamente por ese hecho por lo que el artículo de Science debe ocupar un lugar destacado en la bibliografía más selecta.
Lo que nos enseñó no puede presumir de la universalidad de los que mencioné antes, cuyos contenidos revelan leyes que se deben cumplir —al menos eso creemos ahora— en cualquier lugar del universo, mientras que el encuentro fatal de hace 66 millones de años no es sino un episodio fortuito, menor, en la historia cósmica, pero no en nuestra historia, la de una minúscula especie perecedera, pues desaparecerá, a lo más tardar bastante antes de dentro de unos cinco mil millones de años, cuando el Sol, que también tiene su vida, su evolución, haya ampliado su tamaño hasta llegar a la órbita terrestre, calcinando o absorbiendo la Tierra.
La de hace 66 millones de años no ha sido la única extinción masiva en la historia de la Tierra, sino una de las cinco que cambiaron, en diferentes momentos, la faz biológica de nuestro planeta. Pero sí es la más famosa.
Ahora bien —y esto es interesante por lo que revela cómo son recibidas algunas nuevas teorías científicas—, tardó en ser aceptada. Una encuesta realizada en 1984 a cientos de paleontólogos, geofísicos y geólogos mostró que solo una quinta parte la apoyaban.
Y un editorial del New York Times del 2 de abril de 1985 concluía que "los astrónomos debían dejar a los astrólogos la tarea de buscar la causa de sucesos terrestres en las estrellas", defendiendo que tales sucesos —como la extinción del Cretácico-Terciario— se debían explicar recurriendo a la actividad volcánica, los cambios climáticos o el nivel del mar.
Moraleja: la verdad no siempre es reconocida inmediatamente. En la ciencia y también en muchas otras actividades.
