Formo parte del grupo, estoy seguro de que es muy numeroso, de quienes aborrecen el comportamiento y las decisiones que toma el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, una de las representaciones más transparentes de matonismo llevado a la política, matonismo que se ha vuelto a manifestar con el ataque que ha ordenado llevar a cabo contra Irán.

Si se argumenta que el objetivo de ese ataque son las instalaciones nucleares de Irán, es imposible no recordar que, independientemente de la valoración que se pueda hacer de los regímenes políticos de Irán e Israel, este último posee un arsenal nuclear, nunca declarado, que según el Instituto Internacional de Investigaciones para la Paz de Estocolmo (SIPRI) es de 90 cabezas nucleares.

El cinismo histórico sobre este hecho, que se objete lo que por otro lado se permite, es una lastra histórica de la política de desarme internacional. Más aún si se tiene en cuenta lo que está sucediendo en Gaza, donde Israel deshonra la memoria del Holocausto.

En un libro publicado recientemente, El mundo después de Gaza (Galaxia Gutenberg 2025), el ensayista indio Pankaj Mishra, escribe: "Ya hay demasiadas pruebas de que el arco del universo moral no se inclina hacia la justicia; los hombres poderosos siempre han hecho que sus masacres parecieran necesarias y correctas. No es en absoluto complicado imaginar una conclusión triunfante para el ataque israelí, ni para su blanqueo, visto en retrospectiva por historiadores y periodistas, y también por políticos". Y donde dice "ataque israelí", léase ahora "ataques israelí y estadounidense".

Es preciso, sin embargo, darse cuenta de que "los hombres poderosos" no suelen estar solos. En el caso de Trump, sería una equivocación pensar que lo está, o que no ha tenido precedentes en algunas de sus ideas y políticas, aunque sepamos que Estados Unidos ha aportado mucho al conocimiento, a las artes e incluso a la misma idea del derecho y la libertad, ahora tan atacadas y cuestionadas (y no solo allí).

En cuanto a métodos de silenciar a los que no piensan como él, no ha dudado en utilizar la táctica de suprimir la financiación federal a las universidades que considera "peligrosas" por motivos diversos; por ejemplo, que se haya celebrado en alguna de ellas manifestaciones en contra de los ataques de Israel a la población de Gaza, y también la de reducir drásticamente el apoyo a campos de investigación científica de gran interés social, como son los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades y los Institutos Nacionales de la Salud.

Afortunadamente, no parece que esté empleando —¿todavía?— los métodos del tristemente recordado Edgard Hoover (1895-1972), director del FBI (Federal Bureau of Investigation), cuya lista de objetivos era casi un "Who is Who" de la ciencia y cultura estadounidenses de las décadas de 1940 a 1960, e incluso de después.

Científicos del calibre de Carl Sagan, Nikola Tesla, Neil Armstrong e Isaac Asimov fueron objetivos del FBI

Robert Oppenheimer, el líder del Laboratorio de Los Álamos, en donde se fabricaron las primeras bombas atómicas, fue acusado y condenado, en una mera "audiencia" sin ninguna potestad legal, no por haber pasado información a otros países sino por sus opiniones. El delito de opinar en contra de lo que otros pensaban. En el camino a su condena quedaron todo tipo de iniquidades. Durante once años, violando la legalidad, el FBI abrió su correo, controló sus llamadas telefónicas, instaló micrófonos ocultos en su despacho y en su casa, y siguió todos sus movimientos.

Y no solo fue él. Entre 1947 y 1952 casi cinco millones de personas fueron investigadas en Estados Unidos. Del noventa y nueve y medio por ciento de ellas no existía nada sospechoso en sus historias previas. Incluso el original y desenfadado Richard Feynman, uno de los creadores de ese monumento científico que es la electrodinámica cuántica, fue vigilado por el Bureau, simplemente porque había sido invitado a participar en una importante reunión científica que se iba a celebrar en Moscú.

Y no hay que caer en el error de pensar que todo se debió a Hoover y al senador McCarthy. Entonces, como ahora —recuérdese los millones de personas que con sus votos hicieron presidente a Trump—, existía una amplia base social que daba cobertura al FBI. El caso de Albert Einstein es también ilustrativo. Los archivos del FBI muestran que en 1932, antes por tanto que Einstein se instalará en 1933 en Estados Unidos, la Corporación de Mujeres Patriotas envió un escrito al Departamento de Estado pidiendo que se prohibiese su entrada en el país.

Como soporte legal se remitía a la Ley de Exclusión y Deportación de Extranjeros, que revisada en julio de 1920 prohibía la entrada en Estados Unidos (o si ya había entrado, la permanencia) de anarquistas o quienes escribieran, hablaran o incluso pensaran como anarquistas. Además, pedían que se impidiera su entrada por ser el "líder del nuevo 'pacifismo militante'".

Tampoco faltaban las acusaciones de índole religiosa: "Ese extranjero promueve, con mayor amplitud y más intensidad que cualquier otro revolucionario de la Tierra, la confusión y el desorden, la duda y la apostasía". Asimismo, se señalaba que "al parecer, ni siquiera sabe inglés", un "argumento" que no debe ser extraño a Trump, que ya se ha distinguido por su poco aprecio al español. El rechazo a "los otros", más aún si no conocen la lengua propia, el típico ejemplo, mil veces repetido aún hoy, de, digámoslo claramente, racismo.

Muchas de las investigaciones que el FBI llevó a cabo, fueron promovidas por ese tipo de fuentes particulares. Científicos del calibre de Hans Bethe, Paul Erdóa, Martin Minsky, Vera Rubi, Carl Sagan o Nikola Tesla, incluso Neil Armstrong e Isaac Asimov, fueron así objetivos de la poderosa agencia federal estadounidense.

Han pasado muchos años desde entonces, pero no olvidemos que esa base social continúa existiendo.

Un último comentario. Tal vez alguno de ustedes, apreciados lectores, pensarán que una revista de cultura no debería incluir artículos de naturaleza tan política como este. No es esa mi idea de la cultura, y recuérdese la famosa frase, erróneamente atribuida a Bertolt Brecht: "Primero vinieron a buscar a los socialistas, y no dije nada porque yo no era socialista". Y seguía así con los sindicalistas y con los judíos, para terminar con: "Luego vinieron por mí, y no quedó nadie para hablar por mí".