Vivimos rodeados de un conjunto de saberes y aplicaciones científicas y tecnológicas asombrosas, producto de nuestra capacidad de razonar siguiendo patrones de deducción lógica, junto con la observación y experimentación de lo que sucede en la naturaleza. Sin embargo, no seguimos esos mismos patrones en muchos de nuestros comportamientos; o, mejor, algunos no siguen esos patrones de racionalidad y observación de la naturaleza.

Viene todo esto a propósito de dos lamentables hechos recientes. Por un lado, el intento del presidente Trump de ¡comprar Groenlandia! Por otro, los incendios que se están produciendo en África y en el primer “pulmón” de la Tierra, la Amazonía.

Ya me he referido varias veces al señor Trump. Realmente no sé cómo calificar su intento-deseo de comprar Groenlandia a Dinamarca. Su enfado cuando la primera ministra danesa, Mette Frederiksen, rechazó su propuesta, le llevó a cancelar la visita a Copenhague que tenía programada, un comportamiento que parece ignorar que los tiempos de la expansión colonial han pasado, que el mundo es actualmente muy diferente a cuando Estados Unidos compró Alaska a Rusia en 1867, por 7,2 millones de dólares, toda una ganga. Es, por decirlo de alguna manera, peculiar que una persona que parece “vivir a la última” con su uso de las redes sociales (si es que esto es “vivir a la última”), tenga un conocimiento tan primitivo de la política y las relaciones internacionales. Salvo que piense que la “política de la bravuconería” es la más aconsejable.

Sea como sea, una buena pregunta es por qué quiere el presidente de Estados Unidos comprar Groenlandia. En primer lugar hay que decir que Trump no ha sido el primer mandatario de su país en intentarlo: documentos de los Archivos Nacionales de Estados Unidos, desclasificados hace diez años, revelaron que Harry Truman lo intentó en 1946, ofreciendo a Dinamarca 100 millones de dólares en oro. El propósito de la adquisición era, según el testimonio de un miembro del Departamento de Estado de la época, proporcionar a Estados Unidos “bases muy valiosas para lanzar contraofensivas aéreas desde el área Ártica en caso de un ataque”. Este tipo de razones no han desaparecido: el Pentágono considera a Groenlandia como el primer enclave de defensa natural para la costa este de Estados Unidos, en caso de un ataque ruso con misiles intercontinentales. De hecho, Estados Unidos mantiene desde hace muchos años una base militar en Thule (ahora denominada Qaanaaq), en la costa noroeste de la isla.

A lo anterior hay que añadir otros motivos. Groenlandia, una isla muy poco poblada (en torno a 56.000 habitantes), parece ser rica en materias primas, como el petróleo (se estima que el 13 % de las reservas petroleras del mundo se halla en la zona ártica), gas, uranio, cinc y plomo, se dice incluso que en diamantes. Es cierto que prácticamente todo está oculto bajo enormes capas de hielo (sólo el 20 % de la superficie de la isla está descongelada), pero ¿y el cambio climático?

Groenlandia es rica en materias primas. Todo está oculto bajo capas de hielo... ¿Y el cambio climático?

Estamos acostumbrados a pensar en el calentamiento global de la Tierra como algo indeseable, pero desgraciadamente no todos piensan así. El espíritu depredador de recursos naturales, del que ha hecho gala la humanidad a lo largo de la historia, no se ha reducido en determinadas personas e instituciones. Lo que puede ser malo para todos a corto o medio plazo, puede ser económicamente bueno para algunos. Recuerdo que ya en un informe publicado en abril de 2007 en la revista Newsweek se analizaba la cuestión del calentamiento global desde el punto de vista de las consecuencias económicas. Una de las conclusiones a las que se llegaba es que los países que se beneficiarán más del cambio climático serán, por este orden, Noruega, Finlandia, Suecia, Suiza y Canadá, mientras que los más perjudicados serán Sierra Leona, Bangladesh, Somalia, Mozambique y Etiopía; esto es, los ricos se harían más ricos y los pobres más pobres.

Y, seamos sinceros, tampoco parecen librarse de semejante espíritu los propios groenlandeses: la revista The Good Life publicó en 2015 que una autoridad de la isla estimaba que su país tenía el potencial de convertirse en un “emirato del norte del mundo”. Se refería, claro está, a la riqueza que ha aportado a esos estados árabes los depósitos de petróleo. Todo indica que, para desgracia de nuestro planeta, ese tipo de esperanzas van camino de cumplirse. Su mayor obstáculo, la capa de hielo que cubre el 80 % de la superficie de Groenlandia, está desapareciendo a pasos agigantados: entre 2002 y 2016, perdió cada año una masa estimada en 269 gigatones (un gigatón es igual a 1.000 millones de toneladas). No olvidemos, asimismo, que ese deshielo implica también que se descongela el permafrost existente allí. Y al descongelarse el permafrost, que no es sino suelo congelado muy rico en materia orgánica, se emite metano, un gas de efecto invernadero.

Querría decir algo también sobre los incendios de África, que amenazan la cuenca del Congo, el segundo “pulmón de la tierra", y sobre los de la Amazonía, donde se han producido desde enero más de 74.000 incendios, 9.500 recientemente, bien como resultado de la temporada seca, o intencionados para clarear los bosques. Leo que quemar 1.000 hectáreas amazónicas reporta en el mercado negro a los responsables unos 220.000 euros. Que Brasil esté haciendo poco o nada desde hace años ante la destrucción de selva amazónica, constituye no solo un crimen contra toda la humanidad (el 5 % del oxígeno del planeta se produce allí) sino que, además, no conservar la riqueza natural que atesora ese país lo empobrecerá en el futuro próximo. Una vez más la razón económica, cortoplacista. Y allá nuestros hijos, o los nietos de nuestros nietos. l