Confieso que desconfío de los libros que se publican con escritos de autores ya fallecidos, una práctica bastante frecuente cuando se trata de personas que adquirieron gran notoriedad. Debido a esto abordé con precaución, y no demasiada simpatía en principio, la lectura del libro de Stephen Hawking que se acaba de publicar, Breves respuestas a las grandes preguntas (Crítica), un libro que, según se indica en la “Nota del editor”, “se hallaba en curso de desarrollo en el momento en que Stephen murió” y que se nutre de “su archivo personal”. Sin embargo, y pese a que mucho de lo que se halla en él no es nuevo, pudiéndose encontrar en otros escritos suyos previos, el conjunto que se ofrece aquí posee varias virtudes: por un lado, la de enfrentarnos directamente a no pocas cuestiones cuya relevancia para el presente o para el futuro es patente, y a las respuestas que daba a ellas un pensador tan original como el antiguo catedrático Lucasiano de Cambridge; por otro, constatar la permanencia de ideas, o creencias, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos.

Soy de los que piensan que la ciencia terminará dando respuesta a todas las preguntas que podamos imaginar… salvo a dos: por qué existe el Universo y, si es que esta pregunta es diferente a la anterior, por qué las leyes que describen los fenómenos que se dan en él son como son (y me apresuro a decir que no encuentro satisfactoria la respuesta que ofrece el llamado principio antrópico, de que son así porque si no, si el Universo fuera diferente, la vida terrestre, y nosotros como parte de ella, no habría sido posible, puesto que depende de un ajuste muy fino en las condiciones que expresan tales leyes). Hawking no piensa lo mismo, e insiste en una idea -hasta el momento poco fructífera- que ya expuso en su celebérrima Una breve historia del tiempo (1988): la de “ausencia de fronteras”, una idea no fácil de explicar ni de entender, pero que implica que, son sus palabras, “no hay noción de tiempo a la que nos podamos referir”. Y si no hay noción de “tiempo”, entonces no podemos hacernos la pregunta madre: ¿cómo surgió el Universo?, ¿qué hubo antes? “Según la propuesta de ausencia de fronteras”, escribe, “preguntar lo que había antes del Big Bang carece de sentido". Es la suya, la respuesta de un físico - tiene sentido en una determinada idea de lo que es, y puede ofrecer, la física-, pero una respuesta que dudo aceptará un filósofo.

Más accesibles y relevantes para el común de los mortales son las reflexiones de Hawking acerca de si “¿nos sobrepasará la inteligencia artificial?”. Frente a lo que piensan bastantes expertos, que dudan que alguna vez se logre inteligencia artificial similar a la de los humanos, en la que el “sentido común” desempeña un papel muy importante, Hawking parte de la base de que “no hay diferencia significativa entre cómo funciona el cerebro de una lombriz y cómo computa un ordenador”, y como “la evolución implica que no puede haber diferencia cualitativa entre el cerebro de una lombriz de tierra y el de un humano” -cosa que yo también creo-, entonces “si los ordenadores continúan siguiendo la ley de Moore, duplicando su velocidad y su capacidad de memoria cada dieciocho meses”, (incremento que sucederá exponencialmente cuando llegue la computación cuántica (que llegará), “el resultado será que los ordenadores probablemente adelantarán a los humanos en inteligencia en algún momento en los próximos cien años”. Y añade Hawking: “El éxito en la creación de inteligencia artificial sería el mayor acontecimiento en la historia de la humanidad. Por desgracia, también podría ser el último, a menos que aprendamos cómo conjurar sus riesgos”. Estoy plenamente de acuerdo con él.

En lo que no coincido -ya lo he dicho en alguno de mis artículos en esta sección- es en la insistencia de Hawking en que la especie humana debe buscar a largo plazo un hogar en algún lejano lugar del Universo. Y que de no ser así, no tendrá futuro: “Para que la humanidad pueda durar otro millón de años, nuestro futuro se basa en ir audazmente a donde nadie ha llegado antes”. Sé, cualquiera lo sabe, que, dentro de alrededor de 4.500 millones de años, el Sol terminará devorando a la Tierra, y entiendo la visión “misionaria”, transcendente, que Hawking tiene de nuestra especie; pero a mí me preocupa más el destino, parroquial si se quiere, de nuestra pequeña -no importa cuántos miles de millones seamos- tribu en este planeta azul, que el que esparzamos nuestra semilla por el cosmos, donde, estoy convencido, otras semillas vitales habrán florecido.

Al igual que en Una breve historia del tiempo, en esta postrera obra Hawking no olvida dedicar un capítulo, el primero de hecho, a abordar la cuestión de “¿Hay un Dios?”. Su idea de Dios está clara: “Utilizo”, dice, “la palabra Dios en un sentido impersonal, como lo hacía Einstein, para designar las leyes de la naturaleza, por lo cual conocer la mente de Dios es conocer las leyes de la naturaleza”. Y también es transparente lo que cree: “mi opinión es que la explicación más simple es que no hay Dios. Nadie creó el Universo y nadie dirige nuestro destino. Opino que creer en otra vida es tan solo una ilusión. No hay evidencia fiable de ella y va en contra de todo lo que sabemos en ciencia”. Ahora bien, las palabras tienen una carga psicológica más profunda que el significado semántico con que las empleamos, y si continuamos utilizándolas esa carga les da una cierta representatividad. La idea de Dios, el Dios del que hablan las religiones, nació en tiempos en los que dominaba la ignorancia, pero en la que no se podía obviar -aún no se puede, ni se podrá- la pregunta de qué será de nosotros al morir. La ciencia como empresa racional, con capacidad predictiva, es ajena a la idea -absurda, en mi opinión- de un Dios origen de todo (¿quién le originó a Él?). La religión es cosa de sentimientos y emociones, de códigos morales si acaso (y bienvenidos sean algunos), pero no de ciencia. Y continuar estableciendo “diálogos” -como hace Hawking- con la idea de un Dios no favorece esa racionalidad.

Somos polvo de estrella. Digno polvo de estrellas. Y ese es, sí, el viaje interestelar que tarde o temprano emprenderemos.