Imagen de la reciente superluna de diciembre. Foto: Bill Ingals

La iniciativa de Trump por volver a pisar la Luna es motivo de reflexión para Sánchez Ron. Al margen de lo que tenga de propaganda política, el académico apuesta por un estudio riguroso de nuestro satélite y enumera alguna de las misiones que se han realizado en las últimas décadas.

El pasado 11 de diciembre el presidente Donald Trump firmó un memorando para "revigorizar el programa espacial humano de América". El objetivo que se anunció allí era: "Desarrollar un innovador y sostenible programa de exploración con asociados comerciales e internacionales que permita la expansión humana por el Sistema Solar y traer a la Tierra nuevos conocimientos y oportunidades. Comenzando con misiones en órbitas más allá de las cercanas a la Tierra, los Estados Unidos llevarán humanos a la Luna para exploraciones de larga duración y utilización, seguidas de misiones humanas a Marte y otros destinos". Poco más se dice en este documento, nada desde luego de financiación, calendario u otros aspectos necesarios para desarrollar semejante programa, un detalle que hace sospechar que en él se cumple algo que Naomi Klein ha señalado: que Trump combina la lógica publicitaria con una permanente producción de shocks, de anuncios-manifestaciones que pretenden mantener al mundo en un estado constante de expectativas o sobresaltos. Se trata, en definitiva, de atraer la atención sobre él, y al cambiar de tema constantemente, evitar que se formen juicios argumentados y de largo alcance sobre sus acciones y decisiones.



Pero olvidémonos, al menos por un rato (desgraciadamente es difícil hacerlo por más tiempo), de lo que dice Trump y ocupémonos de la Luna, el primer destino mencionado en el memorando y el único cuerpo celeste, aparte de la Tierra, que ha sido visitado por humanos, 12 astronautas en total (los últimos en hacerlo, el 11 de diciembre de 1972, fueron dos miembros de la misión Apolo 17). Hasta hace unos 40 años, casi todas las teorías sobre el origen de la Luna pertenecían a tres categorías. (1) Teorías de "captura": la Luna se formó en algún lugar del Sistema Solar y habría sido capturada después, debido a la atracción gravitacional, por la Tierra. (2) Teorías de "acreción": la Luna se fue formando gradualmente a partir de materiales que circulaban alrededor de la Tierra, y lo hizo al mismo tiempo que ésta y mediante un proceso idéntico. Y (3): Teorías de "fisión": la Luna surgió de un trozo de Tierra que se separó de ésta, una vez ya formada. Mientras que las dos primeras teorías eran, en principio, fácilmente imaginables, no sucedía lo mismo con la tercera, que propuso en 1878 George Howard Darwin, uno de los hijos del gran Charles y distinguido astrónomo. La idea de George, basada únicamente en argumentos teóricos, era que una parte de la Tierra, cuando ésta todavía no estaba demasiado asentada, se separó de ella debido a la acción de las fuerzas de marea producidas por el Sol. Poco después, en 1882, Osmond Fisher completó la teoría argumentando que el hueco dejado por lo que sería la Luna se convirtió en el Océano Pacífico.



No hace falta ser un científico profesional para darse cuenta de que un elemento importante a la hora de decidir entre estas teorías -o para refutarlas- reside en comparar los elementos químicos que forman Luna y Tierra. Las misiones Apolo que alunizaron y las soviéticas que utilizaron vehículos robotizados (la última en 1976) trajeron a la Tierra aproximadamente 200 muestras de rocas lunares, muchas de las cuales se han datado asignándolas la edad de unos 3.900 millones de años. La información obtenida de esta manera planteó serios problemas a las tres teorías mencionadas, dando paso a una cuarta -la más aceptada actualmente-, la de que la Luna se formó como consecuencia del gigantesco impacto en la Tierra joven e inmadura de un planeta del tamaño de Marte. Para que sea así han sido importantes las misiones espaciales que se han centrado en el estudio de nuestro satélite, misiones no tan publicitadas como otras que han tenido o tienen como destino planetas como Marte o Júpiter.



Y es que después de un parón en la década de 1980 y de una actividad muy limitada en los años 90, con dos misiones estadounidenses, la Clementine y la Lunar Prospector, el siglo XXI está asistiendo a una nueva etapa en la investigación lunar, que se inició en 2007 con la sonda japonesa Kaguya y a la que siguieron otras como la india Chandrayaan-1, varias de la NASA o la China Chang'e 3, que el 14 de diciembre de 2013 consiguió depositar un vehículo sobre la Luna, el primer alunizaje "suave" después de 1976. Los datos obtenidos en estas misiones -salvo en el caso chino, tomados mediante análisis a distancia, utilizando sobre todo señales electromagnéticas en las franjas que van de longitudes de onda radio a ultravioleta- han mostrado, por ejemplo, que la Luna no es tan seca como se pensaba, que existe en ella agua en forma de hielo. Lo que no está claro es de dónde procede esa agua: tal vez de impactos de cometas o asteroides, o que se haya formado cuando el hidrógeno que forma parte de las corrientes de viento solar que azotan la Luna se combinase con el oxígeno incluido en minerales lunares formando agua, o que haya estado ahí desde el principio, cuando se formó nuestro satélite.



Si el espacio lo permitiera podría continuar ofreciendo ejemplos de incógnitas que aún quedan por resolver en el estudio de la Luna, pero basta con lo dicho para comprender que, independientemente de cuáles puedan ser los motivos últimos para el anuncio del presidente Trump, merece la pena dedicar esfuerzos a esta investigación, incluyendo alunizajes, humanos o/y robóticos. En un congreso que tuvo lugar en 2016 en el Instituto Planetario de Houston, la comunidad de investigadores lunares propuso, por ejemplo, que sería conveniente explorar -recogiendo muestras de rocas- 50 lugares concretos de la Luna, ese cuerpo del cosmos al que tanto debemos los humanos: refleja la luz solar, nos ilumina durante las que de otro modo serían siempre tenebrosas noches; en los eclipses nos facilita el estudio de la atmósfera del Sol (y permitió comprobar una de las predicciones de la Teoría de la Relatividad General de Einstein); e interviene de forma decisiva en la dinámica de las mareas de los mares y océanos terrestres. Ojalá nunca se convierta en un objetivo más de nuestras ansias consumistas, algo que es posible leer entre líneas de la citada declaración del presidente de Estados Unidos.