Un momento de la obra El honor perdido de Henrietta Leavitt. Museos de Tenerife

Williamina Fleming, Henrietta Leavitt y Cecilia Payne-Gaposchkin tienen en común sus decisivas aportaciones a la astronomía. Sánchez Ron se ocupa en su artículo semanal del trabajo de estas investigadoras, que va de las explosiones de estrellas al estudio de las denominadas cefeidas.



Mañana, 11 de febrero, cumpliendo una resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas, se celebra el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia. No sigo con demasiado entusiasmo los muy numerosos Días dedicados a esto o aquello, pero el de mañana resulta pertinente. Como acaso recordarán quienes lean estas páginas, me ocupo de vez en cuando de científicas que dejaron huella en la historia de la ciencia, de manera que hoy es casi obligado que retome esa serie. Coincide, además, con la reciente publicación de dos libros dedicados a astrónomas estadounidenses de la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del XX: una novela, basada en datos reales, Las calculadoras de estrellas (Destino), de Miguel A. Delgado, y The Glass Universe (Viking), de Dava Sobel, autora recordada especialmente por un magnífico libro sobre la medida de la longitud geográfica, Longitud (Anagrama).



Las historias que se describen en esos libros me son muy familiares, pues de algunas traté en uno de mis libros, El poder de la ciencia, en un capítulo titulado "Las mujeres y la profesión científica". Me emocionaron historias que descubrí entonces. Como la de Williamina Fleming (1857-1911), emigrante escocesa, graduada en una escuela pública, madre separada, que trabajó durante 30 años en el Observatorio de Harvard, entonces dirigido por Edward Pickering, un notable astrofísico. De las 23 explosiones de estrellas (del tipo novas) identificadas en Occidente entre 1572 y 1899, siete lo fueron por Fleming; el Draper Catalogue of Stellar Spectra de 1890, un instrumento muy útil para los astrofísicos de la época, le debió mucho a sus esfuerzos. No hay duda de que Fleming estuvo bien considerada por Pickering, pero hasta cierto punto: al fin y al cabo era "nada más que una mujer", una buena mano de obra para tareas engorrosas, como era medir las coordenadas o intensidades de objetos estelares en las placas fotográficas que se tomaban con los telescopios (este tipo de trabajo, ingrato pero necesario, también lo desempeñaron -hasta que los medios electrónicos las "jubilaron"- las mujeres en los laboratorios de física experimental de altas energías, en donde medían miles y miles de datos en las fotografías de choques entre partículas, tomadas en los aceleradores). Y como tal mano de obra "menesterosa", los salarios que recibían eran muy inferiores a los de los hombres que trabajaban en los observatorios. El 12 de marzo de 1900, Fleming anotaba en su diario: "Tuve alguna conversación con el director con relación al salario de las mujeres. Parece pensar que ningún trabajo es demasiado, o demasiado duro para mí, no importa la responsabilidad o las horas que dure. Pero en cuanto saco a relucir la cuestión del salario se me dice inmediatamente que recibo un salario excelente teniendo en cuenta lo que cobran las mujeres. Algunas veces me siento tentada de abandonar y dejarle que intente con otra persona, o que alguno de los hombres haga mi trabajo, para que así se dé cuenta de lo que está obteniendo por los 1.500 dólares anuales que me paga, comparado con los 2.500 que reciben otros ayudantes. ¿Se para a pensar en algún momento que yo tengo una casa y una familia que mantener lo mismo que los hombres?". La película Figuras ocultas aborda una problemática similar.



Siento especial afecto por otra astrónoma de Harvard, Henrietta Leavitt (1868-1921). Encargada de buscar en el fondo fotográfico del Observatorio estrellas, las denominadas cefeidas, cuya luminosidad varía periódicamente en las Nubes de Magallanes, encontró un buen número de ellas y midió los periodos de variación de sus luminosidades. Durante este trabajo se dio cuenta de que existía una relación entre el periodo con el que variaba la luminosidad de las cefeidas y su luminosidad, un resultado de gran valor para determinar distancias astronómicas. No hay duda de que Leavitt se dio cuenta de tal utilidad; no obstante, no pudo sacar partido de ella, puesto que esto era algo que quedaba reservado para astrónomos (varones) en puestos a los que ninguna mujer tenía acceso. Fue utilizando cefeidas como Edwin Hubble demostró en 1924 que nuestra galaxia, la Vía Láctea, no agota el Universo, sino que éste está poblado por incontables galaxias separadas entre sí, sentenciando de esta manera un debate centenario. Pocos años después, en 1929, y utilizando de nuevo cefeidas, también demostraba que el Universo se expande, un descubrimiento de profundísimas implicaciones.



Es relevante señalar, asimismo, otro hecho que de manera casi universal, entonces al igual que ahora, afecta sobre todo a las mujeres: Leavitt tuvo que interrumpir en ocasiones su trabajo por obligaciones familiares. Y, por si fuera poco, contrajo una enfermedad que le ocasionó una sordera cada vez más pronunciada. Es cierto que en 1921 su situación profesional mejoró cuando un nuevo director, Harold Shapley, llegó al Observatorio de Harvard y la hizo directora de fotometría estelar, pero a finales de aquel año Leavitt sucumbió a un cáncer.



Dos años después de la muerte de Leavitt, se inauguró un programa de estudios graduados en astronomía en Harvard. La primera persona en obtener un doctorado en aquel programa fue una mujer, Cecilia Payne-Gaposchkin (1900-1979), una inglesa que anteriormente había estudiado en Cambridge. Tras completar su doctorado, y al no poder encontrar algún trabajo relacionado con la astronomía en Inglaterra, Cecilia Payne decidió permanecer en el Observatorio de Harvard. En 1934 se casó con el astrónomo de origen ruso Sergei Gaposchkin. En 1956, y tras haber tenido tres hijos, se convirtió en la primera mujer catedrática de la Universidad de Harvard.



Esta historia tuvo un final feliz, pero los éxitos no deben servir para ocultar los sufrimientos que pueden existir detrás de ellos, algo, por supuesto, no exclusivo de las mujeres. En el caso de Payne, ella misma dejó constancia de los problemas con que se encontró en su juventud inglesa (en Estados Unidos fue diferente) en su Autobiografía publicada en 1984 (Cambridge University Press): "Una mujer", escribió allí, "conoce la frustración de pertenecer a un grupo minoritario. Podemos no ser realmente una minoría, pero ciertamente que estamos en inferioridad de condiciones. Experiencias tempranas me habían enseñado que mi hermano era valorado por encima de mí. Su educación dictaba los movimientos de la familia. Él debía ir a Oxford a cualquier precio. Si yo quería ir a Cambridge, debía apañármelas por mí misma. Pronto aprendí la lección de que un hombre podía escoger una profesión, mientras que una chica debía ‘aprender a mantenerse por sí sola'. Presumiblemente, esto tenía que ser así hasta que encontrara un marido".



Todo esto es historia, un pasado cada vez más lejano. Se preguntarán ustedes si tengo algo que decir acerca de la situación actual de las mujeres en la ciencia. Para eso, tendrán que esperar a la semana que viene.