Estatua de Leibniz en el patio central del nuevo campus de la Universidad de Leipzig. Foto: Nils Mammen / Universität Leipzig

Sánchez Ron conmemora los 300 años de la muerte de Leibniz subrayando algunos aspectos importantes de su aportación científica. "Inventó un lenguaje que se encuentra entre las creaciones más importantes de la humanidad: el cálculo infinitesimal e integral".

Esta semana, el 14 de noviembre, se han cumplido trescientos años de la muerte de uno de los más grandes y más ambiciosos genios de la historia de la humanidad: Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716). Es, efectivamente, uno de los hombres más universales que recuerda la historia. Sus intereses se extendieron a campos tan diversos como la filosofía, matemáticas, física, química, geología, tecnología, historia, lingüística, política, derecho o teología. De entre todo lo que hizo, o quiso hacer, hoy deseo recordar algo que, a la postre, resultó un proyecto fallido: crear un lenguaje, un alfabeto básico (o característica universal) para el pensamiento humano (no imagino, en su tiempo al igual que en el nuestro, cómo hubiese podido tener éxito). Leibniz pensaba que al igual que las palabras (representaciones de sonidos) se forman a partir de letras (representaciones de sonidos simples), las ideas complejas se crean a partir de combinaciones de un número pequeño de ideas o conceptos simples. Esa característica universal debía ir más allá que idiomas como los de los jeroglíficos egipcios o la escritura china, basados en símbolos que transmiten ideas directamente al entendimiento; debía consistir en una serie de reglas que hicieran posible el pensamiento mediante procesos combinatorios de tipo matemático. El método que pensó para llegar a semejante lenguaje era el siguiente: (1) crear una enciclopedia que contuviese todo el conocimiento logrado por los humanos; (2) seleccionar de esta enciclopedia sus conceptos claves; (3) asignar símbolos a cada uno de esos conceptos; y (4) establecer unas reglas de cálculo lógico, un, como lo denominó, calculus ratiocinator (lo que ahora llamaríamos, "lógica simbólica") que permitiera deducir, inequívoca y fiablemente, cualquier idea. En su optimismo infinito, en una carta dirigida al abad francés Jean Galloys manifestaba que "utilizando estos caracteres, será imposible escribir nociones quiméricas". Contemplado con esos más de tres siglos de distancia, es difícil que no escape una sonrisa de nuestros labios al recordar su grandiosa pretensión, no tanto por la idea en sí, sino por, al menos, la presunción de poder producir una enciclopedia universal. No podía imaginar, aunque sí debería haber sospechado, lo rudimentario que era el conocimiento disponible en su tiempo.



No obstante, su idea condujo a consecuencias positivas. La gramática del lenguaje universal que buscaba conduciría a combinaciones de signos-ideas que inevitablemente serían tan complejas que exigirían realizar cálculos aritmético-algebraicos extremadamente complicados. Para resolver este problema, así como otros que sus obligaciones le exigían cumplir (fue durante casi una década secretario, abogado y consejero para asuntos varios, incluidos los económicos, del barón Johann Christian von Boineburg), desarrolló una máquina de calcular mecánica, que utilizaba un sistema binario -fue el primero en usar este sistema- capaz de realizar las cuatro operaciones básicas de la aritmética, sumar, restar, multiplicar y dividir, superando a la que había ideado Blaise Pascal, que únicamente podía sumar y restar. De lo que pretendía con semejante máquina escribió unas frases que adquirirían plena vigencia con la aparición, en la segunda mitad del siglo XX, de máquinas electrónicas de calcular cada vez más poderosas: "Sobre esta máquina diré que será útil para todos aquellos que realicen cálculos, como son los que se dedican a los asuntos financieros, administradores de las propiedades de otros, topógrafos, geógrafos, navegantes, astrónomos. Limitándonos a usos científicos, las viejas tablas astronómicas y geométricas podrán ser corregidas, construyendo nuevas con cuya ayuda será posible medir toda clase de curvas y figuras... Por otra parte, los astrónomos no tendrán que ejercitar la paciencia que se necesita para calcular, ya que es indigno de hombres de excelencia perder horas como esclavos en tareas de computación que podrían ser dejadas con seguridad a cualquier otro si se utilizasen máquinas".



Aunque de tipo diferente al lenguaje universal que pretendía, Leibniz inventó otro lenguaje, uno que se cuenta entre las creaciones más importantes que se han realizado en la historia de la humanidad: el cálculo infinitesimal e integral, el de las derivadas e integrales. Por lo general, no somos conscientes de la transcendencia de este instrumento matemático, que subyace a todo tipo de procesos y realizaciones, y sin el cual es imposible comprender la historia de la física y de las matemáticas de los tres últimos siglos, ni gran parte del desarrollo tecnológico; un instrumento, además, que al contrario que cualquier teoría científica, perdurará siempre, independientemente de que sus fundamentos hayan sido mejorados (por ejemplo, con la formalización de la noción de límite, debida a Cauchy). Es bien sabido que la paternidad de este invento matemático corresponde no sólo a Leibniz sino también a Isaac Newton; de hecho, han sido miles las páginas que se han escrito acerca de a quién de los dos se debe adjudicar la prioridad. Pero no es esto lo que me interesa tratar aquí, aunque no puedo dejar de recordar la malicia que ambos desplegaron tratando de desacreditar las reclamaciones del otro, detalle que nos muestra que la grandeza científica (o de lo que sea) no es incompatible con las más bajas pasiones humanas. Lo que deseo señalar es que, en un aspecto, Leibniz fue superior a Newton. La versión -denominada "cálculo fluxional"- que Newton produjo del cálculo infinitesimal estaba demasiado vinculada a lo visual, a lo geométrico y, finalmente, no pudo competir con la más abstracta y general debida a Leibniz. La notación que éste inventó es la misma que se utiliza ahora. Aunque no fuese ni la característica universal ni el calculus ratiocinator que deseaba, en cierto sentido Leibniz se aproximó a ellos con los símbolos (notación) y el cálculo que creó. Fue el inglés George Boole (1815-1864) quien más tarde dio pasos decisivos en la producción de un calculus ratiocinator, inventando un álgebra -apropiadamente denominada "álgebra de Boole"- que resultaría esencial en los lenguajes de programación necesarios para el desarrollo de las "ciencias y tecnologías de la computación", que caracterizan en gran medida la civilización actual.



Señalé anteriormente que Leibniz sirvió al barón de Boineburg, pero no fue el único para quien tuvo que trabajar realizando tareas muy diversas, que le restaron un tiempo precioso para desarrollar sus ideas científicas y filosóficas (una de esas tareas fue preparar la historia de la Casa de Brunswick, que se remonta a los tiempos de Carlomagno, que le encargó otro de sus patrones, el elector Ernesto Augusto). No puedo dejar de pensar lo que acaso hubiera podido producir un talento como el de Leibniz de haber podido disponer plenamente de su tiempo. ¿Tal vez hacer lo que más tarde hizo Boole? No es, en modo alguno, imposible.