Número pi. del libro Los números trascendentes, de Javier Fresán y Juanjo Rué. Foto: Editorial Catarata

La intemporalidad de las matemáticas, la posibilidad de poder sumergirnos en un teorema o estructura matemática son algunas de las razones por las que Sánchez Ron viaja al mundo de los números. En su periplo nos cuenta anécdotas como por qué no hay un Nobel para esta disciplina.

La matemática es una disciplina muy especial: los procedimientos que emplea y los resultados a los que llega poseen tal seguridad e inevitabilidad -dentro de su estructura interna, de los axiomas sobre los que se construye- que es natural pensar que no es una ciencia como las demás, como la física, la química, la biología, la geología o cualquier otra. Mientras que éstas serían sistemas lógicos de proposiciones a posteriori, falibles, la matemática sería a priori, tautológica e infalible. En un libro publicado en 1843, A System of Logic Ratiocinative and Inductive, el filósofo y economista inglés John Stuart Mill expresó esencialmente la misma idea, aunque restringiéndose a la lógica, una de las partes más básicas de la matemática: "La lógica no observa, ni inventa, ni descubre; pero juzga". No es muy diferente lo que pensaba Albert Einstein, quien manifestó en 1927: "En la medida en que se refieren a la realidad, las proposiciones de la matemática no son seguras, y, viceversa, en la medida en que son seguras, no se refieren a la realidad".



Es esa ‘intemporalidad' de las matemáticas la que siempre me atrajo. Nunca he poseído una significativa capacidad creativa matemática, pero ello no ha sido óbice para que, durante los años en que cursé la carrera de Físicas, uno de mis mayores placeres fuese sumergirme en el estudio de algún teorema o estructura matemática. Identificar los puntos de partida, entender como siguiendo las reglas de la lógica se llegaba a las conclusiones, compartir las ideas que alguien en el pasado había pergeñado para completar la demostración buscada, constituían, constituyen, un placer mayúsculo. En cierto sentido, era como vivir en un mundo perfecto, ajeno a las vicisitudes de la vida, un mundo en el que aparecían novedades que yo no habría podido imaginar: como el caso, por ejemplo, de que existan diferentes tipos de ‘infinitos'. (Todavía hoy, muchos años después, considero como uno de los mejores regalos que jamás me han hecho un pequeño curso -que en realidad no venía a cuento, era un capricho del profesor- sobre la teoría de los números transfinitos de Georg Cantor). Sentimientos parecidos debieron mover a Einstein cuando declaró en 1918: "En principio, creo, junto con Schopenhauer, que una de las más fuertes motivaciones de las personas para entregarse al arte y a la ciencia es el ansia de huir de la vida diaria, con su dolorosa crudeza y su horrible monotonía; el deseo de escapar de las cadenas con que nos atan nuestros, siempre cambiantes, deseos".



Me ha ayudado a recordar este viejo amor mío, reencontrar uno de esos libros que no se pierden, pero que sí se esconden en nuestras bibliotecas: la autobiografía (Un mathématicien aux prises avec le siècle; 1997) de un matemático francés que admiro mucho, y de cuyo nacimiento se cumplió el año pasado el primer centenario: Laurent Schwartz (1915-2002). La fama de Schwartz está asociada en gran medida a haber dado rigor matemático a un ‘objeto' que el físico Paul Dirac, uno de los creadores de la mecánica cuántica, introdujo en 1926-1927 y que apropiadamente se conoce hoy como "delta de Dirac". Ese ‘objeto' parecía una ‘unción' (ente matemático caracterizado por tomar valores en cada uno de los puntos de un conjunto) pero no cumplía los requisitos necesarios para considerarlo como tal: su valor es infinito en un punto y cero en todos los demás. Fue sobre todo gracias al trabajo de Schwartz que ese tipo de objetos, denominados ‘distribuciones', forman ya parte del corpus matemático.



En 1950 Schwartz recibió una Medalla Fields, consideradas en la actualidad como el equivalente al inexistente Premio Nobel de Matemáticas (en el anuncio oficial se decía que Schwartz había sido premiado por "desarrollar la teoría de distribuciones, una nueva clase de función generalizada motivada por la función delta de Dirac en física teórica"). Sobre por qué no existe un Premio Nobel para Matemáticas circulan algunas historias; una, más que probable leyenda, es que Alfred Nobel estaba resentido porque le había robado una novia el matemático Gösta Mittag-Leffler, sueco como él y posible candidato a ser galardonado de haber creado Nobel un premio para Matemáticas.



La primera vez que se otorgaron las medallas Fields, que únicamente pueden recibir investigadores menores de 40 años (condición que expresa claramente cuál es para los matemáticos la edad máxima para la gran creatividad en su disciplina), fue en el Congreso Internacional de Matemáticos -el acontecimiento más importante que, cada cuatro años, reúne a los matemáticos de todo el mundo- celebrado en Oslo en 1936. Las recibieron Lars Ahlfors (tenía 29 años) y Jesse Douglas (39). En Oslo, por cierto, se decidió que el siguiente congreso (1940) se celebraría en la Universidad de Harvard (Cambridge, Massachusetts), pero el comienzo de la Segunda Guerra Mundial retrasó aquel congreso que finalmente tuvo lugar en el Cambridge estadounidense en 1950.



Además de Schwartz, en el congreso de 1950 también recibió una medalla Fields Atle Selberg, por sus trabajos en teoría de números, uno de ellos haber desarrollado un método muy eficaz para estimar la distribución de los números primos (hasta el congreso de Moscú de 1966 no se aumentó el número de posibles galardonados a cuatro). Se puede pensar que las medallas Fields tuvieron desde el principio el prestigio que poseen hoy, pero en su autobiografía Schwartz se refirió a la concesión de la manera siguiente: "En el verano de 1949, Marie-Hélène [su esposa] me envió a Canadá una carta en la que se me informaba que iba a recibir la Medalla Fields en el próximo Congreso Internacional de Matemáticas, que iba a celebrarse en el verano de 1950. Ignoraba completamente de qué se trataba".



Es asimismo interesante señalar que Schwartz tuvo problemas para entrar en Estados Unidos. Era un antiguo trotskista y decidido izquierdista y se le negó el visado de entrada, que finalmente recibió gracias a la intervención de la American Mathematical Society. Esta faceta de su personalidad se manifiesta también en su autobiografía, en la que escribió: "Soy matemático. Las matemáticas han llenado mi vida [...] Pero he tenido también otras actividades, a veces hasta el punto de casi destruir mi investigación. He consagrado una gran parte de mi tiempo a luchar en favor de los oprimidos, por los derechos del hombre y de los pueblos, primero como trotskista, después fuera de todo partido". Este es el tipo de científico que más admiro; el que siente pasión por la ciencia a la que se dedica, pero que no olvida que existen otras cosas en la vida.