Recreación artística de la sonda Juno ante Júpiter. Foto: NASA

Todavía me sorprende el eco que producen algunas noticias sobre ciertos aspectos de la investigación del Universo. Y me sorprendo aún más porque yo también, que estoy acostumbrado a las incesantes novedades que produce la ciencia, participo de ese interés. Acaba de producirse ahora una de esas noticias, aunque en realidad estaba ahí, esperando a que llegase su momento. Me refiero a la sonda espacial Juno de la NASA, que el pasado 4 de julio comenzó a orbitar en torno a Júpiter, el mayor planeta del Sistema Solar. Sólo el que se trate de Júpiter añade interés, ya que no es un planeta como la Tierra o Marte, sino que es un gigante gaseoso (como lo es Saturno). De su tamaño da idea el que su masa es aproximadamente dos veces y media la del conjunto de los restantes planetas del Sistema Solar. Además, es el planeta que habitualmente brilla más a lo largo del año. Está formado principalmente por hidrógeno y helio, de manera que no parece que haya una frontera definida entre lo que en otros casos denominamos “superficie” y “atmósfera” (cuando esta última existe). Y este hecho, el que una densa capa de “nubes” oculte el interior de Júpiter, constituye el gran problema que Juno pretende ayudar a solucionar.



La noticia era, efectivamente, muy esperada: el lanzamiento de Juno se llevó a cabo hace casi cinco años, el 5 de agosto de 2011. Durante ese periodo ha recorrido la escalofriante distancia de 2.800 millones de kilómetros. Es fácil imaginar la complejidad de una misión de este tipo, y el grado de precisión que hay que mantener en una navegación tan larga para que se produzca semejante encuentro. No es el primer vehículo espacial que se ha aproximado a Júpiter, previamente lo hicieron otros ocho, el primero el Pioneer 10, que comenzó su viaje el 2 de marzo de 1972, aunque al igual que siete de esas ocho misiones su destino no era este planeta. Su sucesor, Pioneer 11, partió en abril de 1973, pasando por Júpiter para encaminarse después hacia el majestuoso Saturno, el segundo planeta más grande del Sistema Solar, fácilmente reconocible por los anillos que lo rodean por su ecuador.



Están también las sondas Voyager: la primera en ser lanzada, en agosto de 1977, fue la Voyager 2, siguiéndola un mes después su hermana, la Voyager 1. Sin embargo, fue la 1 la que llegó antes a Júpiter, en marzo de 1979, seguida por la 2 a finales de abril. Desde Júpiter, ambas sondas se dirigieron a Saturno, que fue el destino práctico final del Voyager 1, dado que el impuso gravitacional que éste recibió de Saturno lo encaminó en una dirección en la que no podría encontrarse con ningún otro mundo conocido, por lo que finalmente abandonó los confines del Sistema Solar (al igual que los dos Pioneer). No ocurrió así con el Voyager 2, que continuó su viaje transitando por las cercanías de Urano y Neptuno. Únicamente la misión espacial Galileo, que comenzó su viaje el 18 de octubre de 1989 compuesta de un orbitador y una sonda, tenía como misión estudiar Júpiter. El 7 de diciembre de 1995 la sonda fue dirigida hacia Júpiter penetrando 200 kilómetros en su densa atmósfera, momento en que la presión existente la destruyó, mientras que el orbitador continuó moviéndose en torno al ecuador de Júpiter y suministrando datos hasta 2003.



Galileo habría sentido una gran emoción al saber que el planeta que él observó está siendo

Una de las novedades tecnológicas de Juno con respecto a vehículos anteriores reside en que funciona con energía solar, habiéndosele dotado de tres grandes paneles con células solares, de extraordinaria eficiencia y resistentes a las radiaciones, que le proporcionan la energía que necesita de un cada vez más alejado Sol. Esta fuente de energía ha permitido, cuando la nave se encontraba a 76.000 kilómetros de Júpiter (aproximadamente un quinto de la distancia entre la Tierra y la Luna), que los cohetes propulsores de Juno se pusieron en marcha durante 35 minutos (salvo en momentos especiales, como el del lanzamiento, su movimiento se debió a la inercia, esto es, sin los motores en funcionamiento), haciendo que su velocidad disminuyese a unos “meros” 209.000 kilómetros por hora, suficiente para que pudiera quedar atrapado por la gravedad de Júpiter.



El 29 de junio, cuando Juno comenzó la primera de las 37 órbitas que realizará en torno a Júpiter, todos los instrumentos científicos que transporta se apagaron para evitar el peligroso campo magnético que rodea al planeta; de hecho, no recibiremos datos procedentes de él hasta el 27 de agosto, una vez que los aparatos vuelvan a funcionar. La siguiente etapa de la misión será otra vuelta de 53 días alrededor de Júpiter, tras la cual Juno comenzará en octubre una serie de órbitas de 14 días durante las cuales se moverá por encima de los polos norte y sur (para protegerse de la radiación de Júpiter), a unos 5.000 kilómetros de distancia del límite de la capa de nubes que ocultan el planeta.



Durante sus 20 meses de actividad, los sofisticados instrumentos que transporta obtendrán información que, analizada e interpretada en la Tierra, debe permitir dar respuestas a, al menos, tres grandes preguntas: 1) ¿Tiene Júpiter un núcleo central y si lo tiene de qué tipo?; saberlo ayudaría a conocer cómo se formó Júpiter. 2) ¿Cuánta agua tiene su atmósfera, un dato del que se pueden extraer información sobre los restantes planetas? 3) ¿Cuál es la naturaleza del campo magnético y del plasma que rodean a Júpiter? Sólo queda esperar que lleguen los resultados.



Participando de uno de esos juegos de imaginación a los que los humanos somos tan aficionados, me imagino la emoción que habría sentido Galileo al saber que el planeta que él observó con su pequeño telescopio a fínales de 1609, y en el que detectó cuatro lunas, está siendo visitado, no simplemente observado desde la lejanía terrestre. Estoy seguro que nunca pensó en semejante posibilidad, y el mero hecho de que ahora sea realidad constituye a mejor de las demostraciones de cuánto han avanzado nuestros conocimientos en los últimos cuatro siglos, un suspiro temporal cuando se piensa no ya en la historia del Universo, sino en la nuestra como especie. Por cierto, Galileo bautizó las cuatro lunas que observó con los nombres de ‘Planetas' o ‘Astros' Mediceos I, II, III y IV, en honor de su mecenas, Cosme II de Medicis; cuatro años más tarde el astrónomo alemán Simon Marius los rebautizó con nombres -por los que ahora se conocen- de personajes que la mitología griega relacionaba con Júpiter: Ío, Europa, Ganímedes y Calixto, argumentando que él las había observado unos días antes de lo que constaba en los escritos de Galileo. Hoy se conocen 67 lunas, algunas con características extremadamente interesantes: por ejemplo, Europa posee superficies heladas, bajo las cuales acaso existan océanos, en los que podrían existir formas de vida.