Vista aérea del observatorio de Arecibo, el mayor radiotelescopio del mundo

La vida es un conjunto de recuerdos, que van y vienen de manera espontánea o provocada, y de proyectos de futuro, con el presente escapándosenos constantemente, como si fuera la sombra, la ilusión de una realidad evanescente. Hace poco tiempo he tenido la fortuna de añadir una nueva experiencia a mi equipaje vital, un recuerdo que me acompañará mientras la memoria o/y la vida no me abandone: una visita al Observatorio de Arecibo (Puerto Rico), que alberga el mayor radiotelescopio del mundo, un impresionante disco de 305 metros de diámetro. Aproveché para ello mi participación en el VII Congreso Internacional de la Lengua Española, celebrado en San Juan, a una hora y media de viaje de Arecibo. Tal vez -esa es, al menos, mi excusa -fue una forma, personal, de celebrar la necesaria hermandad entre la ciencia y mi lengua, el español, hermandad que, por cierto, también encontró su hueco en las sesiones del congreso, que tenía como tema central la creatividad; y si de creatividad se trata, en pocos lugares esta se manifiesta más y mejor que en la ciencia.



Una parte del viaje desde San Juan al Observatorio transcurre por autovías que permiten apreciar, aunque a distancia, la rica flora de Puerto Rico: guayabas, guineos, eucaliptos, laureles de la India, mangos, helechos gigantes (éstos son especialmente abundantes en un enclave privilegiado, El Yunque, un bosque pluvial ubicado al este de la isla), mangos, cocoteros, palmas reales -una de las especies arbóreas puertorriqueñas más típicas-, o especies endémicas como la palma de lluvia, el laurel sabino o el caimitillo verde. Una vez abandonada la autovía, se entra en carreteras locales, con subidas y bajadas que recuerdan los toboganes, a lo largo de las cuales aflora el viejo Puerto Rico, el de casas pequeñas y dispersas, el de una civilización que se resiste a desaparecer. Y así se llega al Observatorio. Cuando pude asomarme a la inmensa cuenca natural que alberga el disco del radiotelescopio, para mí fue como entrar en una Capilla Sixtina de la Ciencia. Enseguida me vino a la memoria la escena de la película Contacto (basada en una novela de Carl Sagan), cuando la astrónoma Ellie Arroway (Jodie Foster) ve, también como yo por primera vez, esa especie de cono volcánico de la tecnología astronómica y recuerda cuando siendo niña, acompañada por su padre, decidió que sería astrónoma para dedicarse a cumplir un gran sueño, descubrir vida inteligente en algún lugar del cosmos. También recordé otra película en la que apareció Arecibo, GoldenEye, y las trepidantes escenas en las que James Bond (Pierce Brosnan) se enfrenta allí a su enemigo de turno; en ellas se muestra mejor la estructura del disco y de la antena que lo sobrevuela, pero carecen de la capacidad de emocionarme ya que en esas escenas domina el músculo, la agilidad, pero el ansia de conocer, la poesía de la ciencia, les son ajenas.



Decir que Arecibo es la sede de un radiotelescopio, conduce inevitablemente a pensar que fue creado para estudiar el cosmos, para abrir a nuestras capacidades la inmensa ventana de señales electromagnéticas en la región de las ondas radio, las de longitudes de onda de entre pocos centímetros y algunos metros, fuera por consiguiente del rango visible para el ojo humano. Sin embargo, no fue así: Arecibo surgió de una idea de un profesor de ingeniería eléctrica de la Universidad de Cornell (Estados Unidos), William Gordon, que estaba interesado en el estudio de la ionosfera, la región de la atmósfera terrestre situada entre, aproximadamente, los 80 y 500 kilómetros de distancia a la Tierra. A esa altura, la radiación ultravioleta y los rayos X procedentes del Sol interaccionan con los gases atmosféricos creando un plasma de iones cargados positivamente y de electrones (de carga negativa). Cuando se envían ondas radio de potencia elevada a la ionosfera, una gran parte la atraviesa y se pierde en el espacio, pero los electrones son capaces de reflejar en todas direcciones una pequeña porción, de la que una minúscula fracción llega, como si rebotara, de vuelta a la Tierra, donde es posible estudiarla si se dispone de una antena muy sensible, obteniendo de esta forma información sobre la ionosfera. En un artículo que publicó en 1958 en los Proceedings of the Institute of Radio Engineers, Gordon propuso que ese estudio se podría llevar a cabo con un reflector de algo más de 300 metros de diámetro y un emisor-receptor (antena) que operase a la frecuencia de 430 megahercios (o longitudes de onda de 70 centímetros). Pero en este punto, para comprender realmente la historia del establecimiento del radiotelescopio de Arecibo, tengo que detenerme en otras cuestiones.



El 4 de octubre de 1957, en plena Guerra Fría, la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas anunciaba que había lanzado con éxito el primer satélite artificial de la historia, el Sputnik, que orbitaba la Tierra a una altura de 800 kilómetros cada 90 minutos. La repercusión en Estados Unidos fue extraordinaria: los soviéticos disponían de la tecnología necesaria para lanzar misiles contra ellos. Cuatro meses después, el 31 de enero de 1958, un grupo del Ejército de Estados Unidos, liderado por Wernher von Braun, que había trabajado para Hitler durante la Segunda Guerra Mundial dirigiendo la construcción de los tristemente célebres cohetes V2 que asolaron Inglaterra, logró lanzar su primer satélite, el Explorer 1. Aunque más pequeño que el Sputnik, llevaba instrumentos diseñados por el físico James van Allen, de la Universidad de Iowa, que podían detectar partículas de alta energía. Con ellos se descubrió lo que después se conoció como "cinturones de Van Allen", zonas de la magnetosfera (región por encima de la ionosfera) donde se concentran partículas cargadas.



Otra consecuencia del lanzamiento del Sputnik fue el establecimiento, en febrero de 1958 y dependiente del Departamento de Defensa, de una Agencia para Proyectos de Investigación Avanzada (ARPA), a la que se dirigió William Gordon para que financiase su proyecto. La agencia no sólo lo aceptó (el contrato se firmó en noviembre de 1959) sino que, además, puso en contacto a Gordon con el Laboratorio de Investigación que las Fuerzas Aéreas tenían en Boston, donde había un grupo que trabajaba en reflectores esféricos y otro interesado en el estudio de la alta atmósfera y sus efectos en la propagación de ondas radio. Ayuda a comprender la favorable recepción que las Fuerzas Armadas estadounidenses dieron a la propuesta, el que en su artículo de 1958 Gordon señalase que con el instrumento que proponía acaso se podrían detectar corrientes de partículas cargadas que apareciesen en el espacio, no muy lejos de la superficie terrestre. Es probable que los militares entendieran que de esa manera sería posible detectar satélites, por la estela de ionización que dejasen en sus recorridos por la ionosfera. De hecho, datos desclasificados hace unos años revelaron que se pensaba utilizar la gran sensibilidad del instrumento para detectar reflejos de radares soviéticos y, por triangulación, ubicarlos. Años más tarde, se consiguió analizar las características de un radar situado en la costa antártica estudiando el reflejo de señales procedentes de esa fuente que rebotaban en la Luna y que se captaron en Arecibo.



Vemos, por consiguiente, como, al igual que otros proyectos de la ciencia posterior a la Segunda Guerra Mundial, los orígenes del gran radiotelescopio puertorriqueño no fueron ajenos a los intereses militares. Sobre su construcción y logros científicos trataré la próxima semana.