Una ballena azul que a día de hoy se encuentre en el ocaso de su vida habrá visto el mundo cambiar a una velocidad apabullante. En los 90 años que se calcula que puede llegar a vivir este cetáceo, se podrá haber encontrado con barcos acorazados armados hasta los dientes y adornados con esvásticas, submarinos nucleares que pueden permanecer bajo el agua más tiempo que ella misma, cazadores furtivos que redujeron a mínimos históricos la población de su especie e incluso balsas de Green Peace que se interpusieron entre estos últimos y los animales para protegerlos de la desaparición.
Nuestro cetáceo no lo sabrá, pero en ese intervalo de tiempo también habrá cambiado algo en la superficie terrestre que inevitablemente le salpica. Los seres humanos habrán llegado a comprender las entrañas del fondo marino como nunca antes. Primero gracias al sónar y más tarde debido a una cadena de avances científico-tecnológicos que han permitido explorar las profundidades, hoy tenemos un extensísimo conocimiento de la vida que se esconde en la inmensidad del océano. Aun así, lo aprendido no es más que una fracción nimia de lo que queda por descubrir.
A sus 99 años, David Attenborough, reconocido divulgador científico y naturalista, ha sobrepasado la esperanza de vida de nuestra ballena. También él, en su larguísima carrera dando voz y rostro a algunos de los documentales sobre la naturaleza más importantes de la historia de la televisión, ha vivido de primera mano los avances y descubrimientos de la vida submarina.
Reflejo de todo este conocimiento acumulado es Océano (Crítica, 2025), un auténtico batiscafo de papel con el que Attenborough —con la ayuda del documentalista Colin Butfield— nos sumerge en las profundidades para revelarnos maravillas inconcebibles para la mente humana y, acto seguido, alertarnos de los peligros a los que se enfrenta el delicado equilibrio submarino.
Para la primera parada a la que nos dirige Attenborough, no hace falta que su particular Nautillus se sumerja demasiado. No sería necesario, de hecho, más que unas aletas y un tubo de buceo para contemplar lo que está por venir. Los arrecifes de coral, formidables estructuras iridiscentes de piedra calcárea producida por sucesivas generaciones de pólipos coralinos, aparecen prácticamente a flor de agua, a menudo cerca de la costa. En su particular orografía, muy irregular, se ha desarrollado un ecosistema con una variedad pasmosa. Innumerables especies han encontrado su hogar entre sus recovecos, pliegues y poros.
Una ballena azul y su cría en el mar de Cortés, en el golfo de la Baja California. Foto: Cortesía de la editorial Crítica
La ciencia ha necesitado todo un siglo, nos cuenta Attenborough, para entender el funcionamiento del sistema coralino y los motivos que determinan su inmensa diversidad. "Esas largas décadas han revelado que pese a ocupar menos de un 0,5 % del espacio marino, los arrecifes albergan nada menos que una tercera parte de las especies oceánicas", explica el naturalista.
Los escasos nutrientes que llegan a las aguas coralinas de forma natural —las costas en las que suelen habitar, así como los ríos que desembocan en ellas, son pobres en fósforo y otros recursos minerales indispensables para la vida— han hecho de la biodiversidad de estos lugares un misterio que hasta hace poco se mantuvo irresoluble. Ha sido en las últimas décadas cuando se ha descubierto que la cadena trófica coralina surge por un curioso efecto llamada que hace que los arrecifes palpiten de vida en el momento en el que se logra el equilibrio adecuado. El sonido del ajetreo de un arrecife vivo —apunta Attenborough— sirve como reclamo para nuevas especies.
Arrecife de coral sano en el archipiélago de Raja Ampat, Indonesia. Foto: Atlantic Productions / Freddie Claire
Cuando Attenborough deja atrás los arrecifes y dirige su particular batiscafo varios cientos de metros más abajo, comenzamos a apreciar frente a nosotros una cantidad ingente de partículas que cae lentamente hacia las profundidades. Se trata de la nieve marina, un detrito de muy variado origen —desde excrementos a material orgánico procedente de un animal muerto— que se precipita hasta caer al fondo oceánico.
Un mundo sin luz
Continuando con el descenso en el que acompañamos a Attenborough, avistamos seres que retan a la imaginación humana. Abandonando ya la zona epipelágica, aquella a la que llega la luz y por tanto la base de la vida es la fotosíntesis, llegamos a una suerte de "espacio crepuscular". Hemos entrado en territorio mesopelágico.
En este mundo de sombras, que va de los 200 a los 1.000 metros, se desenvuelve el Histioteuthis heteropsis, más conocido como el calamar fresa. Sus ojos, dispuestos de forma asimétrica, son un claro ejemplo de las proezas a las que puede llegar la necesidad adaptativa. Uno, el más grande, está colocado mirando a la superficie, para ver la silueta de sus presas recortada en la poca luz que llega hasta allí. El otro, mucho más pequeño y azul, está orientado hacia las profundidades, donde es capaz de detectar la bioluminiscencia de otros animales.
Portada de 'Océano', de David Attenborough y Colin Butfield (Crítica, 2025).
No hemos abandonado estas profundidades cuando nos topamos con un ser que alcanza los 50 metros y forma una enorme espiral. Se trata de un sifonóforo, una colonia de zooides —organismos especializados que no pueden vivir de forma independiente— que se dispone horizontalmente para atrapar en su red a sus presas —desde zooplancton a peces pequeños—, a las que atrapan con sus tentáculos urticantes.
Attenborough todavía nos quiere sumergir más hasta llegar a la zona batipelágica. Hemos alcanzado la oscuridad total. Aquí el batiscafo que conduce el naturalista comienza a chirriar peligrosamente por la terrible presión que ejercen los más de 3.000 metros de agua sobre nuestras cabezas.
Un sifonóforo cerca del lecho marino en Hawái. Foto: Oficina Nacional Estadounidense de Administración Oceánica y Atmosférica (NOAA)
En este lugar, la intensidad de la nieve marina que apreciábamos antes ha disminuido. En su camino, multitud de organismos se han alimentado de ella. Aun así, todavía forma una especie de cieno en el fondo, del que también se nutren otras especies y que puede llegar a tener cientos de metros de grosor.
Es aquí, en el lecho marino, donde la misma ballena que nadaba en torno a nosotros al principio de este texto, al morir, puede ser un ecosistema submarino por sí mismo. Sus toneladas de material orgánico sirven a cientos de especies —desde tiburones a cangrejos— para alimentarse durante meses o incluso años.
Un cadáver de ballena en el lecho marino del Santuario Marino Nacional de la Bahía de Monterrey. Foto: NOAA
A todas estas descripciones de las que nos hace partícipe el naturalista se le añade una extensa explicación de los peligros a los que se enfrentan estos ecosistemas. En la era del Antropoceno, la mano del hombre está llevando a los océanos y a todo lo que contiene en su interior a un punto de no retorno.
Sin embargo, el británico no busca ser catastrofista. Ofreciendo ejemplos que dan lugar a la esperanza, como algunos casos en los que la declaración de ciertos santuarios marinos como espacios protegidos han llevado a una revitalización de las aguas, reivindica la incomparable capacidad regenerativa de los mares si se les da un mínimo respiro.
En Océano, Attenborough nos zambulle en una travesía que corta la respiración. El naturalista contagia la reverencia y admiración que siente por el vastísimo mundo submarino, a la par que enciende la curiosidad por todo lo que todavía queda por descubrir. Nos encontramos, en definitiva, con una carta de amor al mar, tan devota y prolija en detalles, que logra que el resto también quedemos hechizados por su encanto.
