Tifo de Bukaneros en el estadio del Rayo Vallecano. Foto: Buakeneros

Tifo de Bukaneros en el estadio del Rayo Vallecano. Foto: Buakeneros

ÚLTIMO PASE

'Rayografía', en mitad del pulso entre los Bukaneros y el presidente Presa

Nicolás Casariego firma una exhaustiva disección sociológica, financiera y deportiva del Rayo Vallecano, el 'polizón' proletario en la aristocracia de la Liga española

14 noviembre, 2023 02:08

Rayografía (Debate) se abre con una frase lapidaria: “El fútbol es un inmenso retrete”. Y termina con otra no menos contundente: “El fútbol es muy importante”. Esta última se la dice al autor su madre, que de alguna manera acaba cediendo ante la fijación de su vástago por el balompié. El autor es Nicolás Casariego, que acaba de publicar esta exhaustiva disección del Rayo Vallecano. Casi 400 páginas que retratan un club de barrio proletario asentado, con tremendo mérito, en División de Honor. Hablamos de una suerte de crónica ambiciosa, de largo aliento, a la manera del Nuevo Periodismo yanqui, con el periodista-escritor sumergiéndose hasta el tuétano en la realidad que quiere describir con intención literaria.

La peripecia empieza con Casariego varado en agosto del año pasado en Madrid, bajo el asedio del calorazo infernal cortesía del cambio climático. Mientras toma un tinto de verano y fuma con pulsión suicida en una terraza de la glorieta de Ruiz Jiménez se le enciende la bombilla. Una manera de reinventarse y capear el tedio que se avecina en el nuevo curso es abonarse al Rayo y, a partir de la experiencia vivida, confeccionar un libro que combine las distintas caras (y cruces) del fenómeno futbolístico: lo que pasa en la hierba, lo que pasa en la grada, lo que pasa en el palco, los despachos, el barrio, la ciudad, el país… Sociología, historia y política hilvanadas con regates, goles por la escuadra, remontadas…

Rayografía es un viaje emocional y también geográfico. Casariego es un madridista virulento y recalcitrante. Confiesa, con vergüenza, que le puede dar un puñetazo a una pared por un gol encajado en el último minuto o una decisión arbitral injusta contra su equipo. Es, pues, un ejemplar de futbolero cercano a Nick Hornby, el autor de Fiebre en las gradas, que tiene asumido que su bagaje intelectual jamás podrá sofocar al hooligan que lleva dentro. Ese arrebato tribal que se apodera de sus víctimas en la infancia y que nunca llegan a domesticar, por más sonrojo que les produzca a ellos mismos. No hay remedio. Como cuando en medio del vacío existencial de la resaca, juras y perjuras que no volverás a beber, o no tanto.

A lo largo del libro vemos cómo lo que ha empezado como un experimento neutral de un aficionado al fútbol y las letras se torna una pasión ilusionante y absorbente: Casariego poco a poco se va enganchando a la idiosincrasia del Rayo, algo que favorecen sus magníficas prestaciones en la cancha (recordemos que la temporada pasada rozó los puestos europeos) y el entrañable paisanaje que lo apoya. Por eso hablo de viaje emocional: el autor no deja de ser madridista pero va haciendo suyo el acervo rayista. Aunque, de entrada, no lo tuvo fácil.

El primer episodio, que puede leerse como un cuento casi, pleno de patetismo autoparódico, como todo el libro, narra la odisea que supuso conseguir el abono. El Rayo no los pone a la venta en internet. La razón aducida es que eso supondría una discriminación hacia los ancianos, que se manejan peor en la esfera digital. Así que le toca hacer cola, como toda la vida. Con lo que no contaba era con que el día se le iría bajo un sol inclemente y que, para no perder las pocas opciones de trincar el abono, le iba a tocar pernoctar en los aledaños del estadio, descabezando sueños intermitentes en una silla menorquina de madera que le había acercado uno de sus hermanos mayores. Estos, lo dice él mismo, lo siguen viendo como un niño por cosas como esta: pasar una noche al raso (una fresquita, de 32º) por una incierta aventura. El sacrificio, materializado en el dislocamiento de las vértebras durante la calidad velada, tiene premio.

Nicolás Casariego. Foto: Debate

Nicolás Casariego. Foto: Debate

El plan no se ha ido al garete por los pelos. Los abonos están en su mano. En los próximos meses, Casariego no faltará a un solo partido en Vallecas, seguirá al equipo por diversos coliseos nacionales (de ahí lo de viaje geográfico que señalaba), entrevistará e intercambiará impresiones con rayistas de toda índole y condición, se embaulará cientos de crónicas de la prensa escrita y resúmentes de partidos en la televisiva, irá a entrenamientos del primer equipo, del femenino, de los fiales… Y escribirá, escribirá, escrbirá.

Cada partido, un capítulo. Con disciplina castrense que, por momentos, le resultará agotadora. “Porque escribir cansa”, dice, con razón. Las salidas le permiten firmar piezas tan divertidas como el desplazamiento copero a Mollerusa, la ciudad circunspecta, donde no logra entablar la más mínima interacción con los locales. Irá a Cádiz, Elche, Vigo… Y a Bilbao, donde se ve encuadrado en la grada con los ultras del Rayo, los Bukaneros, a los que dedica partes jugosas de su radiografía. En el nuevo San Mamés se siente por primera vez señalado porque el ultra que lleva la voz cantante del grupo, megáfono en ristre, considera que no se está esforzando lo suficiente con los cánticos y porque, debido a un rocambolesco intercambio en la previa con otro aficionado, Casariego se persona en su localidad con una sudadera del Málaga, cuyos hinchas más radicales, los del Frente Bokerón, son, por fachas, enemigos de los Bukaneros.

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Casariego empieza a sentirse observado por ese capitoste de los Bukaneros que, vuelto de espaldas al juego (esto le choca muchísimo: “Que vayas al fútbol a no ver el fútbol ya indica algo antinatural”), agita a la expedición visitante. Que le vigilen le quita precisamente las ganas de animar. “Del mismo modo que a mí me gusta bailar cuando me da la gana de bailar, me gusta cantar cuando me da la gana de cantar. Y cantar me gusta mucho menos que bailar. En respuesta a sus gestos, a partir de entonces seguí el partido callado”. A partir de aquí, intentará mantener cierta distancia con sus integrantes, por percibir en muchos de ellos una fiebre mesiánica (“complejo de Dios”, dice él) que le da alergia.

En Mollerusa, donde nuevamente se ve obligado a ubicarse entre ellos, le cae la bronca por ver el partido en lugar de estar concentrado únicamente en alentar al equipo. Alucina de que le puedan afear algo así. Luego alucina también cuando escucha decir al del megáfono:

-¡Me cago en la hostia! ¡Esto es la Copa! ¡Como sigáis animando así, no ganamos! ¡Depende de nosotros, joder!

“¡Depende de nosotros!” Tal afirmación le pone el cerebro del revés. Más adelante les reprochará contradicciones como la de renegar del fútbol-negocio, el deporte vampirizado por los intereses crematísticos que padecemos hoy, y ser clientes del mismo, a través de una sociedad anónima deportiva. Aunque lo cierto es que las cifras del Rayo (presupuesto, precios de entradas, salarios…) poco tienen que ver con la burbuja vomitiva de la clubes-Estado. Aquí seguimos estando ante lo que podemos denominar un club-barrio, una especie en extinción en la jungla neocon en que se ha convertido el universo balompédico. Y entiendo que, aunque se incurra en una contradicción entre ideología y praxis, uno no pueda apostatar del club que te dieron de mamar tus mayores.

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También les coloca una puyita cuando comenta el partido del Rayo en el Bernabéu, que se celebra justo después del escándalo Vinicius en Mestalla a propósito de los insultos racistas proferidos contra él. Lamenta que los Bukaneros, que entran en el estadio gritando “¡madridistas, hijos de puta’”, no acrediten que su antirracismo es incondicional manifestando su repulsa contra los vergonzantes improperios recibidos por el jugador brasileño. “No mostraron compasión ninguna con Vinicius, ni solidaridad”.

Los Bukaneros mantienen un largo pulso con Raúl Martín Presa, el empresario que sucedió a Ruiz Mateos en el austero palco vallecano. Compró el club por menos de mil euros asumiendo la deuda de 40 millones. En estos años lo ha conseguido reflotar y mantenerlo en la élite, codeándose con los grandes equipos del país en la hierba a pesar de que sus finanzas sean ostensiblemente más precarias. Hay manchas como el despeñamiento de la otrora exitosa sección femenina y el relegamiento de la cantera de entre las prioridades de su gestión.

Incursiones reveladoras en el palco

Casariego persigue a esta figura misteriosa, que mantiene bien amarrada la información que se provee a los medios de su vida personal y empresarial. Casariego tiene la ventaja de que, por razones que no quedan del todo claras, accede al palco para ver unos cuantos partidos de la Franja. Tal privilegio, que podría hacer sospechar de su labor periodística, le permite moverse en la trastienda del palco durante las previas y los descansos, entre vinos, refrescos y raciones de jamón que vuelan.

No obstante, solo en una de esas ocasiones logra que se lo pongan en suerte y que pueda intercambiar algunos comentarios con él. Prueba de que no hay un conocimiento previo. Además, Casariego, al hilo de la conversación que se genera con otros interlocutores implicados sobre la posibilidad de construir un estadio nuevo, introduce una consideración que pone en un pequeño brete al presidente:

-¿Y dónde busca el terreno? Está claro que debe estar en Vallecas, ¿verdad?

Presa le responde con cierta ambigüedad: “A cinco kilómetros del estadio actual, más o menos”. Afirmación tras la cual Casariego tensa un poquito más la cuerda: “Ya, pero si lo saca del corazón de Vallecas, no será lo mismo”. Luego le extrae un recuerdo revelador sobre su padre, fallecido por culpa de la Covid, que le da la clave al escritor para trazar el perfil de la sombra enigmática. Presa rememora el pasado futbolero de su padre, que se desollaba en los viejos campos de arena de categoría regional. De ahí mana la vocación por conducir los destinos del Rayo, de la nostalgia por ese legado y de un deseo de no defraudar a la admirada figura paterna, porque, añade, presidir un club como el Rayo no es, en realidad, una actividad particularmente lucrativa, más allá de la influencia que otorga estar en el candelero mediático gracias a la popularidad del deporte rey.

En ese perfil, que dice trazar casi como Gay Talese manufacturó su famosa texto nuevoperiodístico Sinatra está resfriado (de oídas, ya que no conoció jamás a La Voz), se percibe un esfuerzo de ecuanimidad y de honestidad reporteril. No se calla lo que va en desdoro del personaje, que no duda en invitar a prebostes de Vox aun sabiendo que eso es una ofensa para buena parte de una afición izquierdista, pero tampoco se deja llevar por la inquina -¿mayoritaria?- de la masa social rayista hacia su presidente ni por las comidillas no siempre fundadas en torno a él.

Es otra de las virtudes de este libro original en el panorama narrativo español, que prueba el potencial literario del fútbol, poco explotado en España históricamente pero que, en los últimos años, está dando a la imprenta muy estimables títulos. Porque, convenimos con la madre de Casariego, el fútbol es muy importante. Al menos lo más importante de las cosas menos importantes, como decía Jorge Valdano (o Arrigo Sacchi, porque la cita está en disputa).

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